Teoría I
EPILOGO: EL ROL DEL DISEÑADOR
Juan Pablo Bonta

El presente documento es una trascripción completa del epílogo del libro de Juan Pablo Bonta: “Sistemas de significación en arquitectura” (G.Gili, 1977), el mismo que consideramos importante en torno a la siempre presente cuestión relativa al significado de la arquitectura y a su  interpretación.(Nota Webmaster).

 

La atribución de un significado a una obra de arquitectura o de arte ha sido considerada a lo largo de este estudio como una operación realizada solamente por el crítico. El rol de los diseñadores en el proceso de formación de significado habría sido, de acuerdo a esta perspectiva, más bien modesto. Los diseñadores crean los objetos, pero son los intérpretes los que los clasifican de una manera u otra. La repercusión de un edificio, por lo tanto, dependería más bien de cómo fue interpretado que de cómo fue diseñado. Como este enfoque se aparta de creencias comúnmente difundidas, será conveniente dedicarle cierta consideración. 

A partir del siglo XVIII, el rol del diseñador en el proceso de forma­ción de significado fue visto, a menudo, en términos del paradigma de la comunicación. Al diseñador se lo comparaba con un hablante que tiene algo que expresar, mientras que el edificio era considerado como una declaración y los intérpretes vistos como constituyendo una audiencia. Para ponerlo en términos de Gauldie (1969): 

Tenemos derecho..., a esperar de una obra de arquitectura alguna evidencia de que el diseñador ha puesto —para usar una frase común—“algo de sí mismo” en ella.., en el sentido de que ha logrado transmitir al observador algo de su propio fuego interior, a través del uso apto y elocuente del lenguaje de su arte. De la misma manera, si un observador ha de apreciar cabalmente los resultados del acto y valorarlos en su real dimensión, deberá abrir sus propios canales de comunicación que le permitan recibir la compleja declaración que el edificio le enuncia, y para esto, también el observador debe estar familiarizado, en alguna medida, con la naturaleza del lenguaje arquitectónico. 

De acuerdo al paradigma de la comunicación, la interpretación —a menudo llamada en este contexto “decodificación”— es tan sólo una parte de un proceso más amplio. Para que el ciclo de la comunicación esté completo, se debe considerar también el proceso de codificación —que precede al de decodificación y es, en cierto sentido, simétrico a él. La decodificación de significado, efectuada por el receptor, debe coincidir en términos generales con la codificación realizada por el emisor. Si tal coincidencia no se logra, debido a errores en la emisión, en la recepción, ruido en el canal, u otras causas, la comunicación entre emisor y receptor habrá fallado. 

Dos problemas se originan de este enfoque. Uno es que no existe forma alguna de estar seguros de que los diseñadores «intentan comunicar” algo. El significado tal como se lo considera en este estudio depende de las respuestas de los intérpretes, reflejadas ya en documentos o en experimentos. Las intenciones de diseño no pueden inferirse a partir de las reacciones de los usuarios. Los intérpretes podrán creer que los diseñadores intentaban comunicar algo, pero esto, de ninguna manera, prueba que el diseñador intentaba comunicarlo. Es cierto que los diseñadores pueden verbalizar el significado que intentan transmitir, pero sólo unos pocos lo hacen. Además —y esto es lo importante— no hay razón para tomar sus declaraciones al pie de la letra. No es que los diseñadores sean deshonestos, pero podrían estar influidos por las reacciones de otras personas o por cánones, como ya se ha visto. Cuando un diseñador analiza su obra, se está comportando como un intérprete, no como un diseñador. 

El otro problema con el enfoque tradicional es que éste no llega a explicar el proceso de reinterpretación. El paradigma de la comunicación implicaría que los diseñadores tienen poderes casi sobrenaturales para anticipar interpretaciones por generaciones, aun por siglos. Como una alternativa, quienes endosan el paradigma de la comunicación están forzados a minimizar la importancia del cambio histórico y a endosar la existencia de un mítico lenguaje arquitectónico permanente. Tomaremos a Gauldie nuevamente como ejemplo: 

El edificio que, luego de que los idiolectos de moda de su tiempo se hayan vuelto ya clichés, continúa contribuyendo en forma memorable a la calidad de la vida humana, es el edificio que extrae su fuerza comunicativa de las asociaciones emotivas incambiables de los elementos arquetípicos del lenguaje arquitectónico, aquellos que están más profundamente enraizados en la experiencia sensible de la humanidad. 

Eco (1968) trató de evadir el problema mediante la distinción de significados “primarios” y “secundarios” de la obra arquitectónica. Los significados primarios son los que el diseñador intenta comunicar; significados secundarios son los que aparecen en un momento posterior y están más allá del control del diseñador. Pero esto sólo separa las dos partes del problema, sin resolver ninguna de ellas. Queda todavía por explicar cómo se puede estar seguro de cuáles fueron los significados primarios que el diseñador intentaba comunicar; y cómo es posible que la gente vea posteriormente significados secundarios que no se intentaba que estuviesen allí. Más aún, ¿cómo sabemos que los significados secundarios no fueron los previstos por el diseñador? 

El paradigma de la interpretación ofrece una alternativa al enfoque comunicacional, que tiene el mismo poder explicativo y ninguna de sus desven­tajas. En vez de suponer la existencia de “intenciones de diseño” -que son difíciles de corroborar- el paradigma se imita a los hechos que pueden ser convali­dados empíricamente, tales como: 

1.                  La gente asigna significado a su entorno, en modos que no son arbitrarios, sino que están gobernados por cánones y sujetos a cambio histórico.

2.                  Los diseñadores tienen la habilidad de producir formas que resultan significantes tanto para otras personas, como para ellos mismos.

3.                  Los significados atribuidos a una forma, a lo largo de su vida, son mucho más variados y complejos de lo que cualquier intérprete individual podría concebir, ni aun en el caso de que el intérprete fuese el diseñador mismo.

4.                  Los diseñadores pueden tratar de prever el significado que la gente asignará a sus formas. Pueden aun manipular la forma con el propósito de sugerir ciertos significados a los intérpretes. Pero no debemos suponer que lo harán de manera exitosa. Como lo señalara Broadbent (1957a), centenares de dis­cos de música popular se lanzan al mercado inglés cada año, pero sólo un puñado de ellos llegan a ser hits. No hay manera alguna de predecir cuáles serán los dis­cos que “tendrán éxito”. La prueba del éxito sólo ocurre cuando el disco es puesto en circulación. Los teóricos del diseño pueden desprender una lección de esto: los diseñadores no controlan los significados que la gente leerá en sus formas como tampoco controlan su éxito.

5.                  Los intérpretes sienten a veces que los diseñadores intentan comunicar algo. Pero esto es una creencia del intérprete, no una intención del di­señador. Lo que está en juego es un tipo especial de interpretación, no un tipo especial de diseño. 

El aspecto significativo de este enfoque es que se ve a los diseñado­res como diseñando o interpretando, pero no necesariamente “intentando comuni­cara” significados. Más aún, en el paradigma de la comunicación se supone que el significado decodificado por el intérprete coincide con el mensaje codificado por el emisor. Si no existe tal coincidencia, el proceso entero se considera un fracaso y, por consiguiente, en tal caso no hubo comunicación. En el paradigma de interpretación, en cambio, es posible admitir que el diseñador anticipa las interpretaciones que la gente dará a sus formas, e incluso que trata de controlarlas. Pero su previsible fracaso en conseguir control efectivo no invalida el proceso de atribución de significado. La interpretación puede ser exitosa, aun si la comunicación falla. 

Las diferencias entre los paradigmas de comunicación e interpretación, y el rol del diseñador en ambos casos, se hicieron evidentes en un Juego de semiótica diseñado en la Bali State University por un grupo de estudiantes míos (Buente et alt., 1976). A cada jugador se le asignaba un tipo edilicio escogido de una lista preestablecida (por ejemplo, una residencia, un edificio comercial, una iglesia, etc.) También se le proporcionaba una lista de adjetivos calificativos tales como “racional”, “formalista”, “tradicional”, “vernácula”, “imponente”, “modesto”, etc. Se le asignaba uno de estos términos en forma arbitraria y se le solicitaba que eligiese dos adjetivos más que considerase compatibles con el que le fue señalado. Cada participante recibía luego un juego de bloques de madera de diversas formas y tamaños, y se le pedía que -proyectase. un edificio que fuese reconocible como perteneciente al tipo que le fue conferido y que mostrase los atributos descritos por los tres adjetivos. Cuando los proyectos estaban terminados (fig. 119), cada jugador “interpretaba”, cada proyecto, estableciendo a qué tipo edi­licio correspondía y cuáles eran los adjetivos que, a su juicio, el proyecto reflejaba. Finalmente, se calculaba un puntaje para cada jugador que medía su destreza como proyectista y su habilidad como intérprete. 

En una versión temprana del juego, los diseñadores recibían un punto cada vez que un intérprete acertaba el tipo de edificio o un adjetivo que el dise­ñador intentaba expresar. Recíprocamente, los intérpretes se anotaban un punto cada vez que su interpretación coincidía con las intenciones declaradas por el diseñador. El juego, en esta etapa, se basaba en el paradigma de la comunicación. 

En una versión posterior, el juego se basó en el paradigma de la interpretación. Todo era igual excepto el procedimiento para calcular el puntaje y que, en esta versión del juego, se solicitaba a cada jugador que interpretase su propio proyecto, igual que los de los demás jugadores. Los proyectistas que pen­saban que no habían transmitido apropiadamente el significado deseado podían, pues, distinguir entre sus intenciones y sus resultados según su propia evaluación. A continuación se computaban las interpretaciones recibidas por cada proyecto. La interpretación considerada como “correcta” en esta versión del juego no era la intentada por el diseñador, sino la que resultaba por mayoría de votos. Los proyectistas sólo se anotaban puntos sí la opinión de la generalidad de los jugadores coincidía con sus intenciones, y las interpretaciones individuales se juz­gaban no en relación a las intenciones del proyectista, sino en relación al con­senso del grupo según quedaba reflejado en su voto. 

En la primera versión de juego, los intérpretes enfrentados con un proyecto torpe tenían muy escasas chances de interpretarlo correctamente. En la segunda versión, los intérpretes podían concordar en lo que un cierto proyecto representaba, y podían por consiguiente anotarse puntos, aunque sus juicios no coincidieran con las intenciones de diseño. Fue interesante comprobar que el segundo formato del juego no impidió que los proyectistas “intentasen comunicar” ciertos significados, pero su ocasional fracaso en la empresa no menoscababa la validez y el posible éxito del proceso interpretativo. Además, al repetir el jue­go varias veces se advirtió que ciertos cánones o clichés fueron establecidos por el grupo, y los proyectistas (como también los intérpretes) pudieron ajustar su conducta a la retroalimentación recibida. 

El juego de semiótica se presta aún a una tercera variación —una que mis estudiantes por alguna razón se negaron a jugar. Uno podría introducir en el juego una interpretación autoritativa, representada, por ejemplo, por el juicio del profesor. El profesor interpretaría cada proyecto. Los jugadores se ano­tarían un punto cada vez que sus intenciones o interpretaciones coincidieran con las del profesor. Seguramente habrá en algún lugar, quizás en una remota pro­vincia, una situación social adecuadamente representada por esta forma del juego. 

En las versiones más crudas del paradigma de la comunicación —no endosadas por teóricos de la comunicación— se da gran importancia al emisor y muy poca al receptor. La emisión se la considera activa, la recepción pasiva. En versiones más finas del paradigma, se reconoce que también los receptores tienen que desempeñar un rol activo y, a veces, bastante difícil. 

Se podría concebir también una versión más cruda del paradigma de la interpretación, en la cual toda la importancia fuese conferida al intérprete y al diseñador se lo viese desempeñando un rol poco importante en la generación del significado. Esto también sería una tergiversación. Los significados resultan de una compleja interacción de fuerzas, algunas bajo el control del diseñador, otras bajo el control de los intérpretes. 

La interacción entre diseñadores e intérpretes en el proceso de for­mación del significado, a través de la historia de la arquitectura, puede representarse idealmente por un modelo compuesto de cuatro etapas: 1) diseño inicial; 2) respuestas precanónicas e identificación de clase provisoria; 3) implementa­ción de clase, y 4) canonización de la interpretación. 

En la primera etapa el diseñador produce una forma, que tiene una variedad de significados potenciales, pero no una variedad ilimitada. Los rasgos de la forma seleccionados por el proyectista harán posible algunas interpretaciones y excluirán algunas otras dentro de cada contexto cultural o circunstancia histórica. 

En la segunda etapa el intérprete atribuye a la forma un significado como una respuesta precanónica provisoria. Lo hace mediante la selección de uno de los significados posibilitados por la forma. El significado es construido por el intérprete, no por el diseñador, aunque algunas personas podrían desempeñar ambos roles y ser intérpretes de sus propias formas.

Los diseñadores podrán permanecer indiferentes frente a la respuesta precanónica inicial y pasarla por alto. El análisis de Harbers acerca del Pabellón de Barcelona en términos de inversión contrapuntística en las cualidades de la superficie (véase capítulo IV) constituía una fina observación, pero pocos arquitectos se ocuparon de este tipo de especulación y el asunto fue rápidamente olvidado. 

Por otra parte, una interpretación avanzada en la segunda etapa podría estimular a los diseñadores a producir, como una tercera etapa. otros edificios de la misma clase. Cuando Hitchcock y Johnson (1932) caracterizaron lo que llamaron el estilo internacional, no sólo analizaron obras de arquitectura ya existentes, sino que influyeron en muchos proyectos que se concretarían durante las décadas siguientes. 

Los diseñadores, en la tercera etapa, pueden reforzar o invalidar una interpretación precanónica. Si los diseñadores responden positivamente, una clase de edificios similares se origina. Estos edificios provocarían la misma interpretación, que quedará institucionalizada como un canon. El establecimiento del canon configura la cuarta etapa. 

Este modelo no refleja exactamente, por supuesto, la manera en que los acontecimientos tienen lugar. Hay bastante más interacción entre diseñadores e intérpretes, con mutua retroalimentación yendo y viniendo todo el tiempo, que lo que el limitado número de etapas del modelo pareciera sugerir. El proceso de diseño puede concebirse como una serie de rápidos ciclos de retroalimentación, en los que un individuo cambia sus roles y opera alternativamente como diseña­dor y como intérprete. Pollock, por ejemplo, fue filmado en acción. El pintor hacía una marca sobre la tela, la miraba, juzgaba su efecto y tomaba una rápida decisión con respecto a la posición y forma de la marca siguiente (Broadbent, 1969). A la inversa, los intérpretes pueden temporalmente asumir el rol de diseñadores y cambiar la forma si no les satisface. Boudon (1969) estudió los cambios introducidos en sus viviendas por usuarios del conjunto habitacional Pessac de Le Corbusier, cambios que muestran que los usuarios afrontan tareas de diseño en for­ma bastante sistemática. Aunque en la práctica social real existan más de cuatro ciclos de retroalimentación, el modelo puede usarse para identificar los principales componentes del proceso de diseño e interpretación. 

Las etapas 1 y 3 las dan los diseñadores, las etapas 2 y 4, los intérpretes. Las etapas 1 y 2 son individuales, provisorias y potencialmente las más creativas; y, finalmente las etapas 3 y 4 son colectivas, consensuales, y potencialmente repetitivas. 

La forma propuesta por el diseñador en la etapa 1 puede permitir una generosa variedad de posibles interpretaciones en la etapa 2, o, por el contrario, puede dirigir al intérprete en forma compulsiva hacia unas pocas interpretaciones posibles. Esto explica la distinción de Jencks entre diseños multivalentes y univalentes (1973). Jencks consideró a Mies como un diseñador típicamente univalente. 

Recíprocamente, la interpretación propuesta en la etapa 2 puede permitir una variedad de posibles implementaciones de la clase (etapa 3), o puede ser restrictiva y dogmática hasta el punto de tornar la implementación de clase en una tarea árida y repetitiva. ni más ni menos que una interpretación canónica (la cuarta etapa). Proyectos creativos pueden sucumbir ante una interpretación dogmática, que puede así convertirse en una verdadera trampa para el proyectista. Tadaschi Yokohama (1966) se lamentaba de que Mies se hubiese encerrado en un “mundo artificial”. “Si hubiese salido de su limitado mundo, qué espléndidas cosas hubiese podido crear”. El “mundo artificial” persistiría aun después de la muerte del maestro. Algunos visitantes de la exposición de trabajos de alumnos de arquitectura de 1974 del Illinois Institute of Technology tuvieron ciertas dificultades en distinguir los modelos de los proyectos de los estudiantes, de las maquetas de los edificios de Mies. 

Los proyectistas creativos podrán querer evitar este tipo de reiteraciones. Persico escribió en 1931 que la casa Tugendhat era una  conclusión genial... un modelo difícil de sobrepasar. Cuando alguna cosa no se puede mejorar, podría no valer la pena continuar trabajando en ella. La interrupción de la clase equivale en el campo del proyecto al olvido en el campo de la interpretación. 

La implementación de clase, sin embargo, también puede ser genuinamente original. Los diseñadores pueden percibir en la clasificación de una forma, potencialidades de la misma que el proyectista inicial pudo no haber advertido. Philip Johnson, Eero Saaninen, Paul Rudolph, Gordon Bunshaft, Ame Ja­cobsen, los Smithsons, Minoru Yamasaki, I. M. Pei, C. F. Murphy —para no men­cionar a Bruno Conterato y sus asociados, quienes operaban hasta hace muy poco bajo el nombre de “El Estudio de Mies van der Rohe”— fueron todos ellos calificados como continuadores de las ideas de Mies. Sus obras reflejan distintas maneras, verdaderamente creadoras, de implementar la clase “arquitectura miesiana”. 

Cuando un edificio es seguido por la ejecución de una clase de pro­yectos similares, el diseñador puede ser visto como generando no sólo una forma, sino la clase entera. Persico (1931) escribió que en el Pabellón de Barcelona Mies había formulado “nuevas y precisas leyes espaciales”. Drexler (1960) dijo que el edificio implicaba “la completa gramática de un estilo, un principio ordenador capaz de generar otras obras de arte”. Joedicke (1958) sugirió que Mies no creaba edificios, sino tipos edilicios. Los Smithson llevaron la argumentación aún más lejos (1965). Estos autores vieron la naturaleza del sistema de Mies implícita aun en el fragmento; la ciudad miesiana, dijeron, estaba implícita en la silla miesiana. A mi juicio, estas afirmaciones no pueden tomarse al pie de la letra. Perceptible o no, entre el proyecto original y la implementación de la clase siempre se inter­pone una interpretación tentativa. El intérprete puede ser, desde luego, el propio diseñador. 

Lo singular de este modelo radica en que prevé una interacción entre diseñadores y críticos que va en ambos sentidos, en vez de una interacción uni­direccional. En el enfoque tradicional, se descarta la posibilidad de que los arqui­tectos se guíen por la retroalimentación que les suministra la crítica, de la misma manera en que se excluye la idea de que los actores envueltos en una representación puedan detenerse a conversar con sus audiencias. En verdad, los arquitectos raramente reconocen haber sido influidos por los escritos de críticos o historia­dores. Clichés ampliamente divulgados querrían hacernos creer que los arqui­tectos son seres solitarios dedicados a la búsqueda de “soluciones” para “pro­blemas de diseño” ideales, como si tales problemas nunca hubiesen sido resuel­tos antes; serían tan sólo los “determinantes” del problema —el clima, la tecno­logía, la función— los que influirían en sus decisiones, pero nunca la retroalimen­tación proveniente de soluciones anteriores. El efecto de los precedentes se re­conoce pocas veces, y cuando se lo hace, se trata por lo general solamente de información técnica relativa al comportamiento físico del edificio, y no de las interpretaciones subjetivas, no científicas, suscitadas por el precedente. Esto podrá ser consistente con la ideología del movimiento moderno, que pretendía encontrar soluciones permanentemente nuevas tanto para problemas nuevos como viejos, pero no se ajusta en absoluto a lo que acontece en la realidad cotidiana del diseño. 

La historia de la arquitectura, tal como la conocemos, ha sido es­crita adhiriéndose tácitamente a la versión más cruda del paradigma de la comunicación. La atención se centró en el proyecto de nuevas formas y no en su interpretación. Es imperioso reconocer que, aun dentro de los límites del paradigma de la comunicación, hay una historia de los significados, además de una historia de las formas. Al intentar un enfoque de la historia de la arquitectura basado en el paradigma de la interpretación, es preciso fijar la atención en la interacción entre proyecto e interpretación. Semejante historia se ocupará no sólo de proyectos pioneros, sino también de interpretaciones con igual característica. Esta historia clarificará, por un lado, el efecto de la forma sobre sus intérpretes, y, por otro, el efecto de las interpretaciones sobre el proyecto de otras formas. 

Hasta aquí, los arquitectos fueron vistos, en el modelo de la interpretación, meramente tratando de ajustar sus proyectos con el propósito de que los mismos produjesen los efectos que los arquitectos procuraban inducir en los intérpretes. Quien haya leído este libro con atención, o quien esté al tanto del acontecer cotidiano, sabrá que ésta no es la realidad entera. Los arquitectos hacen mucho más. Tratan de volverse intérpretes autoritativos y de influir en la manera como se ven sus obras. Usan el lenguaje oral y escrito, así como sistemas de gestos más sutiles, para alcanzar ese fin. Los intérpretes, a su vez, pueden tratar de protegerse de este tipo de manipulación. A medida que los emisores mejoran sus técnicas para que sus voces se oigan en nuestra sociedad sobrecargada de comunicaciones, los receptores se esfuerzan por aislarse de mensajes no solicitados. Los arquitectos se engañan si creen en el mito de las audiencias sumisas. Imaginan, a veces, que los intérpretes están deseosos de entablar una relación comunicativa por medio de la obra de arquitectura; que desean entender a cualquier precio (e incluso descifrar, si fuese necesario) el significado de la arquitectura tal como lo ve su proyectista. Nada podría estar más lejos de la verdad. Lo que la gente quiere es leer sus propios significados en el entorno significados construidos a partir de sus sistemas de valores, con sus propios marcos de referencia, y moldeados por los sistemas de significación que los intérpretes comparten con su comunidad, pero no necesariamente con el arquitecto. Y esto es exactamente lo que los intérpretes hacen, les guste a los arquitectos o no.

 

 

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