Teoría I
Sobremodernidad.
Del mundo de hoy al mundo de mañana.
Marc Augé
La
noción de sobremodernidad
Los no-lugares
De lo real a lo virtual
Los
integrismos se generan, con más o menor vigor, en el seno de religiones basadas
en textos sagrados. Estas reivindicaciones de singularidad a me-nudo están en
relación (en relación antagonista) con la mundialización del mercado y tal
vez asistimos hoy en día, en Rusia, en América Latina o en Asia, a fenómenos
que no son signos exclusivos de lógicas monetarias, bursátiles o incluso económicas.
Aquí, otra vez, las opiniones pueden diferir, pero para el conjunto, cada uno
puede constatar felizmente que el mundo no está definitivamente bajo el signo
de la uniformidad y a la vez inquietarse ante los desórdenes y las violencias
que genera la locura identitaria.
La
segunda paradoja me resulta más personal. O más bien tiene que ver con la
disciplina a la cual pertenezco. Los etnólogos son por tradición especialistas
en sociedades lejanas y exóticas para la mirada occidental, o especialistas en
los sectores más arcaicos de las sociedades modernas. Entonces pues, legítimamente
nos podemos preguntar si están mejor situados para estudiar las complejidades
del mundo actual, si su terreno de investigación no se está reduciendo,
desapareciendo. No lo creo; creo incluso lo contrario. Y es quizá al justificar
esta afirmación paradójica que podré contribuir a explicitar la gran
paradoja, la que nos concierne a todos, la
paradoja del mundo contemporáneo, a la vez unificado y dividido, uniformizado y
diverso, ala vez (ya volveré a estos términos) desencantado y reencantado.
Mi
argumento principal será que los cambios acelerados del mundo actual (pero
también sus lentitudes y sus cargas) constituyen un desafío para el enfoque
etnológico, pero un desafío que no lo toma del todo de improviso, por razones
que quisiera señalar brevemente antes de llegar al tema principal del debate.
El método etnológico no tiene como objetivo final el individuo (como el de los
psicólogos), ni de la colectividad (como el de los sociólogos), pero sí la
relación que permite pasar del uno al otro. Las relaciones (relaciones de
parentesco, relaciones económicas, relaciones de poder) deben ser, en un
conjunto cultural dado, concebibles y gestionables. Concebibles ya que tienen
una cierta evidencia a los ojos de los que se reconocen en una misma
colectividad; en este sentido son simbólicas (se dice por ejemplo que la
bandera simboliza la patria, pero la simboliza sólo si un cierto número de
individuos se reconocen en ella o a través de ella, si reconocen en ella el
nexo que los une: es ese nexo lo que es simbólico). Gestionables porque toman
cuerpo en instituciones que las ejecutan (la familia, el Estado, la Iglesia y
muchas otras a distintas escalas). La observación antropológica siempre está
contextualizada. La observación y el estudio de un grupo sólo tienen sentido
en un contexto dado y además se puede comentar la pertinencia de tal o tal
contexto: jefatura, reino, etnia, área cultural, red de intercambios económicos,
etcétera. Ahora bien, hoy en día, incluso en los grupos más aislados, el
contexto, a fin de cuentas, siempre es planetario. Ese contexto está presente
en la conciencia de todos, interfiere desigual pero en todas partes de manera
sensible con las configuraciones locales, lo cual modifica las condiciones de
observación. Es al análisis de este cambio al cual les invito ahora. Lo
podemos localizar, me parece, a partir de tres movimientos complementarios:
· El
paso de la modernidad a lo que llamaré la sobremodernidad.
·
El paso de los lugares a lo que llamaré los no-lugares.
·
El paso de lo real a lo virtual.
Estos
tres movimientos no son, propiamente dicho, distintos unos de los otros. Pero
privilegian puntos de vistas diferentes; el primero pone énfasis en el tiempo,
el segundo en el espacio y el tercero en la imagen. Baudelaire, al principio de
sus Tableaux parisiens [Retratos parisinos] evoca París como un ejemplo de
ciudad moderna. El poeta, acodado a su ventana mira "...el taller que canta
y que charla; Los tubos, los campanarios, estos mástiles de la ciudad, Y los
grandes cielos que hacen soñar con la eternidad."
Los tubos son las chimeneas de las fábricas. Jean Starobinski hizo notar
que es esta acumulación, la adición de las distintas temporalidades lo que
configura a la modernidad del lugar. Este ideal de acu-mulación corresponde a
un cierto deseo de escribir o de leer el tiempo en el espacio: el tiempo pasado
que no borra del todo el tiempo presente, y el tiempo futuro que ya se perfila.
Benjamín, lo sabemos, veía en la arquitectura de los pasajes parisinos, una
prefiguración de la ciudad del siglo XX. En resumen, por acumulación, esa
imagen del espacio corresponde a una progresión, a una imagen del tiempo como
progreso.
Max
Weber, para evocar la modernidad, hablará del desencanto del mundo. La
modernidad en términos de desencanto puede definirse por tres características:
la desaparición de los mitos de origen, de los mitos de fundación, de todos
los sistemas de creencia que buscan el sentido del presente de la sociedad en su
pasado; la desaparición de todas las representaciones y creencias que,
vinculadas a esta pre-sencia [prégnance] del pasado, hacían depender la
existencia e incluso la definición del individuo de su entorno; el hombre del
Siglo de las Luces es el individuo dueño de sí mismo, a quien la Razón corta
sus lazos supersticiosos con los dioses, con el terruño, con su familia, es el
individuo que afronta el porvenir y se niega a interpretar el presente en términos
de magia y de brujería. Pero la modernidad es también la aparición de nuevos
mitos que no son más, esta vez, mitos del pasado pero si mitos del futuro,
escatológicos, utopías sociales que traen del porvenir (la sociedad sin clase,
un futuro prometedor) el sentido del presente. Este movimiento de substitución
de los mitos del pasado por los del futuro está analizado minuciosa-mente por
Vincent Descombes en su libro Philosophie par gros temps (1984). He aquí el
progreso tal y como se concebía, digamos, hasta los años cincuenta, concepción
evidentemente sostenida por las conquistas de la ciencia y de la técnica y, en
el mundo accidental, por la certeza que con el final de la segunda guerra
mundial las fuerzas del bien habían vencido definitivamente a las fuerzas del
mal.
Pero esta idea de progreso, directamente surgida de los siglos XVIII y XIX, se va descomponiendo en la segunda mitad del siglo XX. Las evidencias de la historia y las desilusiones de la actualidad llegarán a lo que podríamos llamar un segundo desencanto del mundo, que se manifiesta en tres versiones a la vez contrastadas y complementarias. En la primera versión, constatamos que los mitos del futuro, ellos también, eran ilusiones. El fracaso político, económico y moral de los países comunistas autoriza una lectura retrospectiva y pesimista de la historia del siglo y desacredita a las teorías que pretenden extrapolar el futuro. El filósofo Jean-Francois Lyotard se refirió al tema como el "fin de los grandes relatos". La segunda versión es más triunfalista. Corresponde al primer término de la paradoja que evocaba al principio. Es el tema de la "aldea global", según el término de Macluhan, una aldea global atravesada por una misma red económica en donde se habla el mismo idioma, el inglés, y dentro de la cual la gente se comunica fácilmente gracias al desarrollo de la tecnología. Más recientemente, este tema consi-guió una traducción política con la noción de "fin de la historia" desarrollada por el americano Fukuyama. Este no sostiene, evidentemente, que la historia de eventos esté acabada, ni que todos los países hayan llegado al mismo estado de desarrollo, sino que afirma que el acuerdo es general en cuanto a la fórmula que asocia la economía de mercado y la democracia representativa para un mayor bienestar de la humanidad. Esta combinación es presentada en cierto modo como indiscutible, y si marca el fin de la historia, para Fukuyama, es porque él identifica la historia con lo que tradicionalmente se denomina la historia de las ideas. Sin discutir la filosofía que sostiene esta teoría, podemos no obstante constatar que desde su primera formulación, condenaba a pensar la historia actual de una gran parte del planeta como signos de excepción o de retraso. En el plano cultural, los antropólogos americanos de la corriente postmodernista hicieron observar a contrario que hoy en día asistimos a una multiplicidad de reivindicaciones culturales singulares, al despliegue de un verdadero patchwork mundial en el que cada pedazo está ocupado por una etnia o un grupo específico. Y de hecho, en el continente americano, para hacer solamente referencia a éste, las reivindicaciones de las poblaciones amerindias, a menudo en un gran estado de pobreza, pasan por la afirmación de su propia cultura y de su propia historia, incluso en el caso de Chiapas y de muchas otras regiones de América Central y del Sur, cuando recurren, episódicamente o de manera continuada, a la violencia armada.
La
antropología llamada postmodernista propone una ideología de la fragmentación
(el mundo es diverso y no hay más que decir). Sin duda infravalora los
estereotipos que relativizan la originalidad de las reivindicaciones culturales
particulares y su integración en el sistema de la comunidad mundial (Chiapas es
conocida hoy en día por la opinión pública mundial ya que su animador, el
subcomandante Marcos, domina la utilización de los medios de comunicación y
del cyberespacio). La antropología postmoderna tiene por lo menos el mérito de
mostrar, en el ámbito cultural, los límites de las teorías de la uniformización.
Pero al quedarse sólo en el plano cultural, tal vez indebidamente separada del
resto, descuida todas las manipulaciones políticas, todas las violencias
integristas u otras que constituyen a su manera un rechazo a la aldea global
liberal, y, además, también proclama un cierto final de la historia: el fin,
por la fragmentación dentro de la polifonía cultural, del movimiento que daba
un sentido, una dirección, a esta historia. Los teóricos de la uniformización,
como los de la polifonía postmoderna, toman nota de hechos reales pero hacen
mal, me parece, en inscribir sus análisis bajo el signo del fin o de la muerte
o fin de la historia, para unos, fin de la modernidad, para otros, fin de las
ideologías para todos.
Tal
vez sea al revés, y hoy en día suframos de un exceso de modernidad; más
exactamente, y al hacer abstracción de todo juicio de valor, quizá podamos ser
inducidos a pensar que la paradoja del mundo contemporáneo es signo no de un
fin o de una difuminación, pero sí de una multiplicación y de una aceleración
de los factores constitutivos de la modernidad, de una sobredeterminación en el
sentido de Freud, y después de él de Althusser, término que utilizaron para
designar los efectos imprevisibles y difíciles de analizar de una
superabundancia de causas.
La
noción de sobremodernidad
Neologismo
por neologismo, les propondré por mi parte el término de sobremodernidad para
intentar pensar conjuntamente los dos términos de nuestra paradoja inicial, la
coexistencia de las corrientes de uniformización y de los particularismos. La
situación sobremoderna amplía y diversifica el movimiento de la modernidad; es
signo de una lógica del exceso y, por mi parte, estaría tentado a mesurarla a partir de tres excesos: el exceso de información, el exceso
de imágenes y el exceso de individualismo, por lo demás, cada uno de estos
excesos está vinculado a los otros dos. El exceso de información nos da la
sensación de que la historia se acelera. Cada día somos informados de lo que
pasa en los cuatro rincones del mundo. Naturalmente esta información siempre es
parcial y quizá tendenciosa: pero, junto a la evidencia de que un
acontecimiento lejano puede tener consecuencias para nosotros, nos refuerza cada
día el sentimiento de estar dentro de la historia, o más exactamente, de
tenerla pisándonos los talones, para volver a ser alcanzados por ella durante
el noticiero de las ocho o durante las noticias de la mañana. El corolario a
esta superabundancia de información es evidentemente nuestra capacidad de
olvidar, necesaria sin duda para nuestra salud y para evitar los efectos de
saturación que hasta los ordenadores conocen, pero que da como resultado un
ritmo sincopado a la historia. Tal acontecimiento que había llamado nuestra
atención durante algunos días, desaparece de repente de nuestras pantallas,
luego de nuestras memorias, hasta el día que resurge de golpe por razones que
se nos escapan un poco y que se nos exponen rápidamente. Un cierto número de
acontecimientos tiene así una existencia eclíptica ,olvidados, familiares y
sorprendentes a la vez, tal como la guerra del Golfo, la crisis irlandesa, los
atentados en el país vasco o las matanzas en Argelia. No sabemos muy bien por
donde vamos, pero vamos y cada vez más rápido. La velocidad de los medios de
transporte y el desarrollo de las tecnologías de comunicación nos dan la
sensación que el planeta se encoge. La aparición del cyberespacio marca la
prioridad del tiempo sobre el espacio. Estamos en la edad de la inmediatez y de
lo instantáneo. La comunicación se produce a la velocidad de la luz. Así,
pues, nuestro dominio del tiempo reduce nuestro espacio. Nuestro "pequeño
mundo" basta apenas para la expansión de las grandes empresas económicas,
y el planeta se convierte de forma relativamente natural en un desafío de todos
los intentos "imperiales". El urbanista y filósofo Paul Virilio, en
muchos de sus libros, se preocupó por las amenazas que podían pesar sobre la
democracia, en razón de la ubicuidad y la instantaneidad con las que se
caracteriza el cyberespacio. Él sugiere que algunas grandes ciudades
internacionales, algunas grandes empresas interconectadas, dentro de poco, podrán
decidir el porvenir del mundo. Sin necesariamente llevar tan lejos el pesimismo,
podemos ser sensibles al hecho de que en el ámbito político también los
episodios locales son presentados cada vez más como asuntos
"internos", que eventualmente competen al "derecho de
injerencia".
Queda
claro que el estrechamiento del planeta (consecuencia del desarrollo de los
medios de transporte, de las comunicaciones y de la industria espacial) hace
cada día más creíble (y a los ojos de los más poderosos más seductora) la
idea de un gobierno mundial. El Mundo Diplomático del mes pasado comentaba,
bajo la pluma, por cierto muy crítica de un profesor americano de la
universidad de San Diego, las perspectivas para el siglo que viene trazadas por
David Rothkopf, director del gabinete de consultorías de Henri Kissinger. Las
palabras de David Rothkopf en el diario Foreign Policy hablan por sí mismas:
"Compete al interés económico y político de los Estado Unidos el vigilar
que si el mundo opta por un idioma único, éste sea el inglés; que si se
orienta hacía normas comunes tratándose de comunicación, de seguridad o de
calidad, sean bajo las normas americanas; que si las distintas partes se unen a
través de la televisión, la radio y la música, sean con programas americanos;
y que, si se elaboran valores comunes, estos sean valores en los cuales los
americanos se reconozcan". En realidad, no hay aquí nada de extraordinario
ya que las tentaciones imperiales no fechan de hoy ni incluso de ayer, pero el
hecho notable es que el dominio imaginado ahora es planetario y que los medios
de comunicación constituyen su arma principal.
Ahora
bien, el tercer término por el cual podríamos definir la sobremodernidad
consiste en la individualización pasiva, muy distinta del individualismo
conquistador del ideal moderno: una individualización de consumidores cuya
aparición tiene que ver sin ninguna duda con el desarrollo de los medios de
comunicación. Durkheim, a principios de este siglo, lamentaba ya la debilitación
de lo que llamaba los "cuerpos intermediarios": englobaba bajo este término
las instituciones mediadoras y creadoras de lo que llamaríamos hoy en día el
"nexo social", tales como la escuela, los sindicatos, la familia, etcétera.
Una observación del mismo tipo podría ser formulada con más insistencia hoy,
pero sin duda podríamos precisar que son los medios de comunicación los que
sustituyen a las mediaciones institucionales. La relación con los medios de
comunicación puede generar una forma de pasividad en la medida en que expone
cotidianamente a los individuos al espectáculo de una actualidad que se les
escapa; una forma de soledad en la medida en que los invita a la navegación
solitaria y en la cual toda telecomunicación abstrae la relación con el otro,
sustituyendo con el sonido o la imagen, el cuerpo a cuerpo y el cara a cara; en
fin, una forma de ilusión en la medida que deja al criterio de cada uno el
elaborar puntos de vista, opiniones en general bastante inducidas, pero
percibidas como personales. Por supuesto, no estoy describiendo aquí una
fatalidad, una regla ineluctable, pero sí un conjunto de riesgos, de
tentaciones e incluso de tendencias. Tiempo atrás, la prensa escribió sobre
una parte de la juventud japonesa, la cual, a través de los medios de
comunicación, llegaba hasta el aislamiento absoluto. Despolitizados, poco
informados sobre la historia del Japón, naturalmente opuestos a la bomba atómica
y tentados a huir en el mundo virtual, los otaku (es así como los llaman) se
quedan en su casa entre su televisor, sus vídeos y sus ordenadores, dedicándose
a una pasión monomaníaca con un fondo de música incesante. Un informe
americano muy fundamentado dio a conocer recientemente el sentimiento de soledad
que invade a la mayoría de los internautas.
En
cuanto a la individualización de los destinos o de los itinerarios, y a la
ilusión de libre elección individual que a veces la acompaña, éstas se
desarrollan a partir del momento en el que se debilitan las cosmologías, las
ideologías y las obligaciones intelectuales con las que están vinculadas: el
mercado ideológico se equipara entonces a un selfservice, en el cual cada
individuo puede aprovisionarse con piezas sueltas para ensamblar su propia
cosmología y tener la sensación de pensar por sí mismo. Pasividad, soledad e
individualización se vuelven a encontrar también en la expansión que conocen
ciertos movimientos religiosos que supuestamente desarrollan la meditación
individual; o incluso en ciertos movimientos sectarios. Significativamente, me
parece, las sectas pueden definirse por su doble fracaso de socialización: en
ruptura con la sociedad dentro de la cual se encuentran (lo que basta para
distinguirlas de otros movimientos religiosos), fracasan también a la hora de
crear una socialización interna, ya que la adhesión fascinada por un gurú la
reemplaza y se revela a menudo incapaz de asegurar de forma duradera en la reunión
de algunos individuos o más bien la agregación que toma la apariencia de reunión,
un mínimum de cohesión. El suicidio colectivo, desde esta perspectiva, es una
salida previsible: el individuo que rechaza el nexo social, la relación con el
otro, ya está simbólicamente muerto.
Los
no-lugares
Paso
ahora al segundo movimiento anunciado, paralelo al primero, el paso de los
lugares a los no-lugares. Para la antropología, el lugar es un espacio
fuertemente simbolizado, es decir, que es un espacio en el cual podemos leer en
parte o en su totalidad la identidad de los que lo ocupan, las relaciones que
mantienen y la historia que comparten. Tenemos todos una idea, una intuición o
un recuerdo del lugar entendido de esta manera. Es, por ejemplo, el recuerdo del
pueblo familiar donde pasábamos las vacaciones o también un recuerdo
literario. Pienso en Combray (Combray-Iliers) de Proust y en el conocimiento que
Francoise, la sirvienta de la familia del narrador, tiene de todos sus
habitantes: después de una minuciosa observación de los espacios prácticamente
asignados a cada uno en el espacio aldeano, y hasta en la iglesia, ella le da un
sentido al más ínfimo desplazamiento de cualquiera. El lugar, en este sentido,
para usar una expresión del filósofo Vincente Descombes en su libro sobre
Proust, es también un "territorio retórico", es decir, un espacio en
donde cada uno se reconoce en el idioma del otro, y hasta en los silencios: en
donde nos entendemos con medias palabras. Es, en resumen, un universo de
reconocimiento, donde cada uno conoce su sitio y el de los otros, un conjunto de
puntos de referencias espaciales, sociales e históricos: todos los que se
reconocen en ellos tienen algo en común, comparten algo, independientemente de
la desigualdad de sus respectivas situaciones. La vida, la vida individual, no
es necesariamente fácil en un lugar tal; tiene sentido pero carece de libertad,
y por eso se concibe que en distintos países y en distintas épocas el paso de
la aldea a la ciudad haya podido ser vivido como una liberación. Los antropólogos
estudiaron tales lugares. "Desde la aparición del lenguaje, escribió L.S.,
hizo falta que el universo significara". Hizo falta, en otros términos,
reconocerse en el universo antes de conocer algo, ordenar y simbolizar el
espacio y el tiempo para dominar las relaciones humanas.
Entre paréntesis, y a pesar de los progresos fantásticos de
la ciencia, este diálogo entre sentido y conocimiento, entre simbolismo y saber
no está a punto de desaparecer, ya que las relaciones entre humanos no pueden
depender enteramente de la ciencia o del saber. Así, pues, los antropólogos
estudiaron, en las sociedades que llamamos tradicionales, cómo la identidad,
las relaciones sociales y la historia se inscribían en el espacio. En África,
como en Asia, en Oceanía o en América, ni la distribución de las aldeas ni
las pautas de residencia, ni tampoco las fronteras entre lo profano y lo sagrado
están dejadas al azar. No nacemos dondequiera, no vivimos en cualquier lugar (y
hemos inventado palabras sabias para referirnos a la residencia en casa del
padre, de la madre, del tío, del marido o de la mujer: patrilocalidad,
matrilocalidad, avuncolocalidad, virilocalidad o uxorilocalidad). Incluso las
poblaciones nómadas tienen una relación muy codificada con el espacio. Así,
los Tuaregs no sólo tienen, naturalmente, itinerarios fijos y señalizados sino
que también, en cada una de sus paradas, las tiendas de campaña son
distribuidas en un orden determinado. Esta preocupación por dar sentido al
espacio en términos sociales puede también aplicarse a la casa. Jean-Pierre
Vernant nos ha recordado que los griegos de la época clásica distinguían el
hogar, centro de la morada y asiento femenino de Hestía, del umbral espacio de
Hermes, zona masculina y abierta al exterior. El cuerpo mismo en algunas
culturas está considerado como un receptáculo de ciertas presencias
ancestrales y se divide (es el caso en ciertas culturas del Sur de Togo y de
Benin) en zonas, objeto de curas especiales o de ofrendas específicas. Así, al
definir el lugar como un espacio en donde se pueden leer la identidad, la relación
y la historia, propuse llamar no-lugares a los espacios donde esta lectura no
era posible.
Estos
espacios, cada día más numerosos, son: · Los espacios de circulación:
autopistas, áreas de servicios en las gasolineras, aeropuertos, vías aéreas...
· Los espacios de consumo: super e hypermercados, cadenas hoteleras · Los
espacios de la comunicación: pantallas, cables, ondas con apariencia a veces
inmateriales. Podemos pensar, por lo menos en un primer nivel de análisis, que
estos nuevos espacios no son lugares donde se inscriben relaciones sociales
duraderas. Sería, por ejemplo, muy difícil hacer un análisis en términos
durkheimianos de una sala de espera de Roissy: salvo excepción, por suerte
siempre posible, los individuos se mueven sin relacionarse, ni negociar nada,
pero obedecen a un cierto número de pautas y de códigos que les permiten
guiarse, cada uno por su lado. En la autopista, sólo veo del que me adelanta un
perfil impasible, una mirada paralela, y luego cuando lo tengo delante el pequeño
intermitente rojo que encendió casi sin pensarlo. Estos no-lugares se
yuxtaponen, se encajan y por eso tienden a parecerse: los aeropuertos se parecen
a los supermercados, miramos la televisión en los aviones, escuchamos las
noticias llenando el depósito de nuestro coche en las gasolineras que se
parecen, cada vez más, también a los supermercados. Mi tarjeta de crédito me
proporciona puntos que puedo convertir en billetes de avión, etcétera. En la
soledad de los no-lugares puedo sentirme un instante liberado del peso de las
relaciones, en el caso de haber olvidado el teléfono móvil. Este paréntesis
tiene un perfume de inocencia (en francés se puede jugar con la palabra
"no-lugares"), pero no nos imaginamos que pueda prolongarse más allá
de unas horas. La versión negra de los no-lugares serían los espacios de tránsito
donde nos eternizamos, los campos de refugiados, todos estos campos de fortuna
que reciben una asistencia humanitaria, y donde los lugares intentan
recomponerse. Los no-lugares, entonces, tienen una existencia empírica y
algunos geógrafos, demógrafos, urbanistas o arquitectos describen la extensión
urbana actual como suscitando espacios que, si se retiene la definición que
propuse, son verdaderos no-lugares. Hervé Le Bras, en su libro La planète au
village [El planeta en la aldea], destaca que vivimos una era de extensión
urbana tan desarrollada que hace estallar los límites de la antigua ciudad: un
tejido más o menos desorganizado se despliega a lo largo de las vías de
comunicación, de los ríos y de las costas. Habla en este contexto de
"filamentos urbanos" y toma como ejemplo a la red urbana que se
extiende sin interrupción de Manchester a la llanura del Pô, y a la cual los
geógrafos dieron el nombre de "banana azul" para describir la
dispersión tan peculiar que se ve en las fotografías tomadas de noche por los
satélites.
Augustin Berque, en su libro Du geste à la cité [Del gesto a
la ciudad], demostró como la ciudad de Tokio perdió su inscripción en el
paisaje mientras desaparecían también sus lugares de sociabilidad interna.
Hasta hace poco, uno de los elementos del gran paisaje (el Monte Fuji o el mar)
se percibía siempre desde cualquier calle. Pero la construcción de grandes
edificios suprimió estos puntos de vista. Por otro lado, las últimas
callejuelas o callejones sin salida que creaban lugares de encuentro, de
intercambio y de charlas, alrededor de los talleres y de los colmados, desaparecían
bajo el efecto de la misma transformación. El arquitecto Rem Koolhass propuso
la expresión de "ciudad genérica" para designar el modelo uniforme
de las ciudades que se encuentran hoy en día por doquier en el planeta. La
ciudad genérica, escribe él, "es lo que queda una vez que unos vastos
lienzos de vida urbana hayan pasado por el cyberespacio. Un lugar donde las
sensaciones fuertes están embotadas y difusas, las emociones enrarecidas, un
lugar discreto y misterioso como un vasto espacio iluminado por una lámpara de
cabecera". Y añade: "...el aeropuerto es hoy día uno de los
elementos que caracteriza más distintivamente a la Ciudad Genérica [...] Es,
por otra parte, un imperativo, ya que el aeropuerto es más o menos todo lo que
un individuo medio tienen la oportunidad de conocer de la mayoría de las
ciudades [...] el aeropuerto es un condensado a la vez de lo hiperlocal y de lo
hipermundial: hipermundial porque propone mercancías que ni se encuentran en la
ciudad, hiperlocal porque en él se proporcionan productos que no existen en
ninguna otra parte".
Es
necesario aclarar que la oposición entre lugares y no-lugares es relativa. Varía
según los momentos, las funciones y los usos. Según los momentos: un esta-dio,
un monumento histórico, un parque, ciertos barrios de París no tienen ni el
mismo cariz, ni el mismo significado de día o de noche, en las horas de
apertura y cuando están casi desiertos. Es obvio. Pero observamos también que
los espacios construidos con una finalidad concreta pueden ver sus funciones
cambiadas o adaptadas. Algunos grandes centros comerciales de las periferias
urbanas, por ejemplo, se han convertido en puntos de encuentro para los jóvenes
que han sido atraídos, sin duda, por los tipos de productos que se pueden ver
(televisión, ordena-dores, etcétera, que son el medio de acceso actual al
vasto mundo); pero, más aún, empujados por la fuerza de la costumbre y la
necesidad de volver a encontrase en un lugar en donde se reconocen. Finalmente,
está claro que es también el uso lo que hace el lugar o el no-lugar: el
viajero de paso no tiene la misma relación con el espacio del aeropuerto que el
empleado que trabaja allí cada día, que encuentra a sus colegas y pasa en él
una parte importante de su vida. La definición del espacio está, en
consecuencia, en función de los que viven en él. En una tesis que dio lugar a
un libro, Coeur de Banlieue [Corazón de suburbio], uno de mis antiguos
estudiantes describió cómo en Courneuve, en la ciudad de los 4000, los más jóvenes
(entre 10 y 16 años) constituían bandas que se apropia-ban del territorio de
su ciudad, lo defendían eventualmente contra otras bandas y hacían cumplir a
los nuevos miembros unos ritos iniciáticos que siempre estaban relacionados con
el dominio lúdico y simbólico del lugar. En este caso deberíamos hablar, más
bien, de superlocalización. En la televisión, en directo, hasta vimos a
adultos llorar delante del espectáculo del derrumbamiento de las
"barras" (grandes edificios de los suburbios), en las cuales habían
vivido. Si bien estos grandes gru-pos de vivienda podían parecer deplorables a
los observadores foráneos, para otros habían sido, mal que bien, un lugar de
vida. La superlocalización puede ser vinculada a fenómenos de exclusión o de
marginación. Sabemos que los jóvenes de los suburbios "se
precipitan" sobre París el sábado por la noche, y más precisamente a
ciertos barrios la Bastille, le Forum des Halles, Les Champs Elysées, que, sin
duda, les parecen condensar la quintaesencia del "espectáculo" urbano
y donde tienen la oportunidad de ver, y eventualmente, de experimentar los
aparatos que dan acceso al mundo de la información y de la imagen.
Tal
vez vamos hoy en día a ver de los escaparates de las tiendas de televisores y
de ordenadores como íbamos antes, en mi pueblo bretón, a la orilla del mar
para soñar con partidas y viajes. El "fuera del lugar" de una ciudad,
la capital, de la cual sólo son captados por definición sus reflejos, sería
la contra-partida del "superlugar" de la metrópoli. Al hablar del
espacio estamos naturalmente inducidos a hablar de la mirada, no sin
identificar, a este respecto, un peligro, un riesgo. Toda superlocalización
conlleva el peligro de ignorar a los otros, los del exterior inmediato, de
desimbolizar, en este sentido, la relación social, y, más aún, de obviarla
por tener sólo acceso, a través de las imágenes, aun mundo soñado o
fantaseado. Lejos de reservar este riesgo sólo a nuestros suburbios, pienso que
es el riesgo de todos en distintos grados. Pero la aparición en algunos
continentes de barrios privados, hasta ciudades privadas, y en todas las grandes
ciudades del mundo de edificios superprotegidos con sus puentes levadizos electrónicos,
demuestra que para muchos, lo que llamamos la planetarización, corresponde a un
intento contradictorio, y en ciertos aspectos un poco irrisorio, de conciliar el
repliegue del cuerpo al abrigo de fronteras estrechas y el vagabundeo de la
mirada a través de las imágenes del mundo o el mun-do de las imágenes: ¿no
es, después de todo, la actitud del que se duerme en el hue-co de su cama para
soñar con lo vivido el día anterior?
De
lo real a lo virtual
Alcanzamos
aquí, me parece, el punto central de nuestro tema. Más allá de nuestros
interrogantes en cuanto a las mutaciones del tiempo y del espacio, se trata de
la relación que mantenemos con lo real, concebido él mismo como problemático,
ya que nos atrevemos a hablar del paso de lo real a lo virtual. En primer lugar
dos precisiones: El término "virtual" se utiliza hoy en día de
manera poco clara. Las imágenes llamadas virtuales no lo son en calidad de imágenes.
Por esta razón, son eminentemente actuales, y algunas realidades que
representan son, además, también actuales. Al contrario, todas las ficciones a
las cuales dan forma, todos los "mundos" que representan (como en los
video-juegos) no son forzosamente "virtuales" si no tienen ninguna
oportunidad, ninguna posibilidad de hacerse "actuales" o de
realizarse, mientras no sean realidades "en potencia" (pensamos aquí
en la definición del Littré. Virtual: "Que resulta sólo en potencia y
sin efecto actual"). En cambio, lo que es virtual, y podría ser una
amenaza, es el efecto de la fascinación absoluta, de devolución reciproca de
la imagen a la mirada y de la mirada a la imagen que el desarrollo de las
tecnologías de la imagen puede generar. En este punto, una segunda precisión
tal vez sea necesaria. No tengo ninguna intención de disertar contra la imagen
y las tecnologías de la comunicación (esto no tendría sentido). Subrayar los
peligros que comportan la alienación progresiva a una tecnología, las
confusiones inducidas por el peso de la pereza y de la costumbre, intentar
reconocer la fuerza y los efectos de la ilusión, es más bien recordar que la
imagen, por más sofisticada que pueda ser, sólo es una imagen, es decir, un
me-dio de ilustración, a veces de exploración, a menudo de comunicación o
también de distracción.
Marx decía que las relaciones con la naturaleza correspondían
en última instancia a relaciones entre los hombres; podríamos más
evidentemente, y con más razón, decir lo mismo de las relaciones con las imágenes.
Quisiera entonces enumerar rápidamente todas las ambigüedades de nuestra
relación con la imagen antes de sugerir en qué condiciones puede no ser un
obstáculo a la libre construcción de nuestras identidades individuales y
colectivas. Por-que es aquí, creo yo, donde radica el desafío esencial de
nuestro futuro. La imagen recibida o percibida, sobretodo la que difunden
nuestros televiso-res, tiene varias características.
·Iguala
acontecimientos: millones de muertos en Afganistán; nuevo fracaso del París
Saint-Germain.
·Iguala
personas: las figuras de la política, las estrellas del espectáculo, del
deporte y de la televisión misma, pero también las muñecas y otros títeres
que se pegan a la piel de los que caricaturizan, o incluso los personajes
ficticios de algunos culebrones que nos parecen más reales que los actores.
Esta igualación no es inocente en la medida que dibuja los contornos de un
nuevo Olimpo, cercano pero inaccesible como un espejismo del que reconocemos los
héroes y los dioses sin realmente conocerlos.
·Hace
incierta la distinción entre lo real y la ficción. Los acontecimientos están
concebidos y escenificados para ser vistos en la televisión. Lo que veíamos de
la guerra del Golfo tenía la apariencia de un video juego. El desembarco a
Somalia se hizo a la hora anunciada, como cualquier otro espectáculo, delante
de centenares de periodistas. Si la vida política internacional, hoy día, a
menudo tiene aspectos de "culebrón" es sin duda, ante todo, porque
debe ser llevada a la pantalla, por múltiples razones, en las cuales
intervienen tanto los cálculos tácticos de los actores co-mo las expectativas
o costumbres de los espectadores. Las mediaciones políticas están sometidas así
al ejercicio mediático. Algunos ven en la televisión de hoy el equivalente del
ágora griega, pero quizá infravaloran la pasividad que conlleva la definición
del ciudadano como espectador.
Otro efecto deletéreo de la poderosa presencia [prégnance]
de la imagen, bien podría ser equiparado con lo que, a propósito de otras
drogas livianas, llamamos adicción. La adicción a la imagen aísla al
individuo y le propone simulacros del prójimo. Más estoy en la imagen, menos
invierto en la actividad de negociación con el prójimo que es en la
reciprocidad, constitutiva de mi identidad. La relación simbólica de la que
hablaba al principio, y que en todas las sociedades es a la vez objeto y desafío
de la actividad ritual, implica esta doble actividad de reconocimiento del prójimo
y de la reconstrucción de sí mismo. Las imágenes, en esta actividad
eminentemente social, pueden tener un papel decisivo, un papel mediador, por eso
se utilizaron en las empresas de conquista y de colonización cuya historia nos
proporciona muchos ejemplos. Así las órdenes mendicantes, y luego los
jesuitas, para convertir a los indios de México empezaron a sustituir sus imágenes,
las de una tradición azteca muy rica en este ámbito, por las del barroco
cristiano y castellano. Esta "guerra de imágenes", para tomar el
titulo del libro del especialista en historia de México Serge Gruzinski, duró
siglos, y aún hoy en día no está del todo acabada cuando desde hace algunos años
el evangelismo protestante de origen norteamericano empieza, no sin éxito, a
erradicar toda referencia a las imágenes católicas o paganas, y conduce, con
menos ruido, a una nueva guerra de religión que se extiende a todos los
continentes, sobretodo con pantallas superpuestas, porque, si bien denuncian la
imaginería católica o los fetiches paganos, los evangelistas no odian ni el
espectáculo, ni la pantalla. El hecho nuevo hoy en día, y aquí radica el
problema, es que a menudo la imagen ya no representa un papel de mediación con
el otro, pero sí se identifica con él. La pantalla no es un mediador entre yo
y los que me presenta. No crea reciprocidad entre ellos y yo. Los veo pero ellos
no me ven. Esta mediación naturalmente puede existir en otra parte; puedo tener
un nexo familiar, político, amistoso o intelectual con los que veo en la
pantalla. La molestia empieza cuando el simulacro se instala, cuando la ficción
hace las veces de real, cuando todo pasa como si no hubiera otra realidad que la
de la imagen. Ahora bien, este fenómeno de sustitución de la realidad por la
imagen, que inicialmente suponía representar o ilustrarla, es muy generalizado
hoy en día, y tomaré, para acabar, un ejemplo de ello que no es directamente o
estrictamente ni político ni mediático.
El
mundo es recorrido hoy en día por flujos de población que esencialmente van en
sentidos contrarios: los inmigrantes a los que sus dificultades económicas
precipitan hacía un mundo occidental, que tienden a mitificar; los turistas,
con el ojo pegado a sus cámaras y encandilados, recorren los países que a
menudo son aquellos de donde parten los inmigrantes. No es cierto que,
recorriendo el mundo, fotografiándolo y filmándolo, no encontremos
esencialmente en nuestros viajes, como en el famoso albergue español, lo que
nosotros mismos habíamos llevado allí: imágenes y sueños. Poco tiempo atrás,
Disney Corporation ganó un concurso organizado por el ayuntamiento y el Estado
de Nueva York para la edificación de un hostal, un centro comercial y de ocio
en Times Square, así como la remodelación del barrio. Lo que más destaca en
el proyecto de los arquitectos de Disney es que instala el mundo de Superman,
con su arquitectura caótica y atravesada por rayos galácticos, en el corazón
de la ciudad, como componente normal de ella. Algunos periodistas notaron que el
nuevo Times Square era fiel a la estética de los centros de ocio ya instalados
en Estados Unidos. Fuera de los debates sofisticados sobre el sentido de la
obra, el efecto Disney se toma en serio y se constituye en autoreferencia para
el futuro.
Se
riza así el rizo: de un estado en el cual la ficción se nutría de la
transformación imaginaria de lo real, hemos pasado a un estado en el cual lo
real se esfuerza en reproducir la ficción. Bajo este diluvio de imágenes, ¿queda
aún sitio para la imaginación? Hay que concluir, y tal vez matizar o corregir,
el sentimiento de pesimismo un poco distante que pueda advertirse en mis
palabras. No me siento, propiamente dicho, ni distante ni pesimista; quisiera
convencerlos formulando dos observaciones y contándoles una anécdota. La
primera observación es que la sociología real, o si lo preferimos, la sociedad
real, es más compleja que los modelos que intentan dar cuenta de ella. Digamos
que en la realidad concreta, los elementos que justifican o dirigen la elaboración
de modelos interpretativos no se excluyen sino que se sobreañaden. En la
realidad, tal como la podemos observar concretamente, nunca hubo desencanto del
mundo, nunca hubo muerte del Hombre, fin de grandes relatos o fin de la
historia, pero hubo evoluciones, inflexiones, cambios y nuevas ideas, a la vez
que reflejos y motores de cambios. No se debe confundir la historia de las ideas
ni la de las técnicas con la historia a secas. Estemos tranquilos: la historia
continúa. Quizá incluso, en un sentido (si prestamos atención al hecho de que
desde ahora su horizonte es el planeta en su totalidad), podamos adelantar que
es sólo ahora que comienza, que sólo ahora sale de la prehistoria. Si la
realidad de hoy tiene a menudo la apariencia de un espectáculo, de una película
o de un show, si podemos tener la sensación de que por la extensión de los
espacios de anonimato, de los espacios de la imagen y de la comunicación, la
historia condena a muchos humanos a la soledad, y por la globalización de la
economía a muchos también (a menudo son los mismos) a la exclusión. Sin
embargo, podemos sin duda sacar fruto de una lección que autoriza, me parece,
la experiencia antropológica: el individuo solo es inimaginable y su existencia
imposible. Salvo algunas excepciones, los humanos no se perderán en el
centelleo de los medios de comunicación. Y tanto si se confirma el sentimiento
de déficit simbólico, de debilidad social que nos invade a veces (pero ya
Durkheim...), podemos estar seguros de que unas recomposiciones simbólicas y
sociales se operarán por vías múltiples e invisibles. Sí, para lo mejor y
para lo menos bueno, la historia continúa. Sin duda la historia de mañana,
como ya la de hoy, será recorrida por una doble tensión, entre sentido y
ciencia, por un lado, soledad y solidaridad, por el otro. La ciencia, al
contrario del mito y de la ideología, no tiene nada para tranqui-lizarnos:
avanza desplazando las fronteras de lo desconocido, y está claro que hoy en día
resucita vértigos pascalianos al descubrir en la intimidad del individuo la
suma de sus determinantes (estamos cartografiando el genoma humano), justo en el
momento en el cual la astrofísica vuelve a actualizar la idea de lo
infinitamente grande.
No
estamos más en la época del totemismo y de los símbolos elementales, en la época
donde la naturaleza proporcionaba fácilmente un lenguaje a la organización de
los hombres. Pero hay que vivir, seguir "cultivando nuestro huerto",
como decía Voltaire, y para eso afrontar la necesidad de lo social, pensar lo
cotidiano a una escala humana, es decir, en algún sitio entre el individuo y lo
infinito: no reelaborar lo social. La historia de ahora en adelante (y es un
hecho sin precedentes) será conscientemente la del planeta percibido como
planeta, como minúsculo elemento de un sistema entre una infinidad de otros
sistemas. Pero por esta misma razón, la aventura, mañana, seguirá siendo una
aventura identitaria: la relación entre unos y otros será más que nunca un
desafío. Hace algún tiempo tuve la suerte de tratar mucho con un grupo de
indios ya-ruro-pumé en la frontera de Venezuela y Colombia. Aislados, casi sin
recursos, estos indios celebraban casi cada noche una ceremonia, el Tôhé,
durante la cual un chamán viaja soñando a la casa de los dioses. Por la mañana
cuenta su viaje, que a menudo tiene una meta concreta (pedir la opinión de un
dios, recuperar el alma robada de un hombre o de una mujer enfermos, tener
noticias de un muerto), y describe el país de los dioses. Este país es una
ciudad donde circulan coches silenciosos entre las altas construcciones
iluminadas. En los cruces, la comida y las bebidas son entregadas a discreción.
Total, este mundo de dioses es una imagen magnificada de Caracas donde estos pumé
nunca han ido, pero de la cual han recolectado algunos ecos o algunas imágenes
interrogando a visitantes u hojeando revistas encontradas.
Así,
nuestras ciudades han invadido el imaginario de estos indios. Pero son ciudades
de ensueños, en su doble sentido. En la realidad, cuando algunos de estos pumé
dejan su campamento, paran a las puertas de la ciudad, en las chabolas donde los
televisores les proponen, a todas horas, sustitutos a las imágenes de sus sueños,
ficciones abandonadas por sus dioses. El sueño y la realidad se degradan
conjuntamente. Las ciudades de los sueños indios no son más reales que los
indios de los sueños occidentales y juntos se desvanecen. Pero este doble
malentendido demuestra, a su manera, que nos hemos vuelto todos (trágicamente,
desigualmente, pero ineluctablemente) contemporáneos. Es la historia de esta
contemporaneidad, rica en esperanzas y cargada de contradicciones, la que hoy
empieza.