Teoría I
LA
METÁFORA ARQUITECTÓNICA
Jacques Derrida
Entrevista de Eva Meyer en febrero de 1986, Domus, 671, abril 1986
Queremos
interrogarle sobre las posibles consecuencias de su filosofía en la
arquitectura: ¿qué supone esta actividad en el ámbito de la deconstrucción?,
¿puede haber cierta síntesis entre arquitectura y pensamiento que supere las
limitaciones convencionales?, ¿existe, por expresarlo en sus propios términos,
un nuevo pensamiento «arquitectónico»?
Consideremos
el problema del pensamiento arquitectónico. Con ello no pretendo plantear la
arquitectura como una técnica extraña al pensamiento y apta quizá, entonces,
para representarlo en el espacio, para constituir casi su materialización, sino
que intento exponer el problema arquitectónico como una posibilidad del
pensamiento mismo... Ya que alude a una separación entre teoría y práctica
podemos comenzar preguntándonos cuándo comenzó esta división del trabajo.
Pienso que, en el momento en que se diferencia entre theoría y praxis, la
arquitectura se percibe como una mera técnica, apartada del pensamiento. No
obstante, quizá pueda haber un camino del pensamiento, todavía por descubrir,
que pertenecería al momento de concebir la arquitectura, al deseo, a la invención.
Pero
si la arquitectura se concibe como una metáfora y en consecuencia, remite
siempre a la necesidad de materialización del pensamiento, ¿cómo reintroducir
la arquitectura en el pensamiento de un modo no metafórico? ¿Quizá no centrándonos
en esa materialización sino permaneciendo siempre en el camino, en un
laberinto, por ejemplo?
Luego
hablaremos del laberinto.
Previamente, me gustaría bosquejar cómo la tradición filosófica ha utilizado
el modelo arquitectónico como metáfora de un tipo de pensamiento que, en sí
mismo, no puede ser arquitectónico. En Descartes encontramos, por ejemplo, la
metáfora de los fundamentos de la ciudad, y se supone que tales cimientos son
los que propiamente han de soportar al edificio, la construcción arquitectónica,
la misma ciudad. Existe, por lo tanto, un tipo de metáfora urbana en la filosofía.
Las Meditaciones y el Discurso
del método están plagados de estas metáforas arquitectónicas que,
además, tienen siempre una relevancia política.
Cuando
Aristóteles quiere poner un ejemplo de teoría y práctica, cita al architekton,
al que conoce el origen de las cosas: es un teórico que también puede enseñar
y que tiene bajo sus órdenes a trabajadores que son incapaces de pensar de
forma autónoma. De este modo se establece una jerarquía política. La arquitectónica
se define como un arte de sistemas; como un arte, por lo tanto, idóneo para la
organización racional de las ramas del saber en su integridad. Es evidente que
la referencia arquitectónica es útil para la retórica, para un lenguaje que
en sí mismo no ha conservado ningún carácter arquitectónico. Por ello me
pregunto cómo pudo haber existido una forma de pensamiento relacionada con el
hecho arquitectónico antes de la separación entre teoría y práctica, entre
pensamiento y arquitectura.
Si
cada lenguaje sugiere una espacialización
-cierta disposición en un espacio no dominable sino sólo accesible por
aproximaciones sucesivas- entonces es posible compararlo con una especie de
colonización, con la apertura de un camino. Una vía no a descubrir sino que
debe crearse. Y la arquitectura no es en absoluto ajena a tal creación. Cada
espacio arquitectónico, todo espacio habitable, parte de una premisa: que el
edificio se encuentre en un camino, en una encrucijada en la que sean posibles
el salir y el retornar. No hay edificio sin caminos que conduzcan a él o que
arranquen de él, ni tampoco hay edificios sin recorridos interiores, sin
pasillos, escaleras, corredores o puertas. Pero si el lenguaje no puede
controlar la accesibilidad de esos trayectos, de esos caminos que llegan a este
edificio y que parten de él, únicamente significa que el lenguaje está
implicado en estas estructuras, que está en camino,
«de camino al habla» [Unterwegs zur
Sprache], decía Heidegger, en camino para alcanzarse a sí mismo. El camino
no es un método; esto debe quedar claro. El método es una técnica, un
procedimiento para obtener el control del camino y lograr que sea viable.
Y ¿qué sería, entonces, el camino?
Vuelvo
a referirme a Heidegger, quien señala que ódos,
el camino, no es el méthodos; que
existe una senda que no se puede reducir a la definición de método. La
definición del camino como método fue interpretada por Heidegger como una época
en la historia de la filosofía que tuvo su inicio en Descartes, Leibniz y Hegel,
y que oculta el «ser camino» del camino, sumiéndolo en el olvido, mientras
que de hecho, tal «ser camino» indica la infinitud del pensamiento: el
pensamiento es siempre un camino. Por tanto, si el pensamiento no se eleva sobre
el camino o si el lenguaje del pensamiento o el sistema lingüístico pensante
no se entienden como un metalenguaje sobre el camino, ello significa que el
lenguaje es un camino y que, por lo tanto, siempre ha tenido una cierta conexión
con la habitabilidad. Y con la arquitectura. Este constante estar
en camino, esta habitabilidad del camino que no nos ofrece salida alguna,
nos atrapa en un laberinto sin escapatoria; o, de un modo más preciso, en una
trampa, en un artificio deliberado como el laberinto de Dédalo del que habla
Joyce.
La
cuestión de la arquitectura es de hecho el problema del lugar, de tener
lugar en el espacio. El establecimiento de un lugar que hasta entonces no
había existido y que está de acuerdo con lo que sucederá allí un día: eso
es un lugar. Como dice Mallarmé, ce qui
a lieu, c'est le lieu. En absoluto es natural. El establecimiento de un
lugar habitable es un acontecimiento. Y obviamente tal establecimiento supone
siempre algo técnico. Se inventa algo que antes no existía; pero al mismo
tiempo hay un habitante, hombre o Dios, que desea ese lugar, que precede a su
invención o que la causa. Por ello, no se sabe muy bien dónde situar el origen
del lugar. Quizá haya un laberinto,
ni natural ni artificial, en el seno de la historia de la filosofía
greco-occidental, que es donde afloró el antagonismo entre naturaleza y
tecnología, y en él habitamos. De esta oposición surge la distinción entre
los dos laberintos.
Pero
volvamos al lugar, a la espacialidad y a la escritura. Durante algún tiempo se
ha ido estableciendo algo parecido a un procedimiento deconstructivo, un intento
de liberarse de las oposiciones impuestas por la historia de la filosofía, como
physis / téchne,
Dios / hombre, filosofía / arquitectura. Esto es, la deconstrucción analiza y
cuestiona parejas de conceptos que se aceptan normalmente como evidentes y
naturales, que parece como si no se hubieran institucionalizado en un momento
preciso, como si careciesen de historia. A causa de esta naturalidad adquirida,
semejantes oposiciones limitan el pensamiento.
Ahora,
el propio concepto de deconstrucción resulta asimilable a una metáfora
arquitectónica. Se dice, con frecuencia, que desarrolla una actividad negativa.
Hay algo que ha sido construido, un sistema filosófico, una tradición, una
cultura, y entonces llega un deconstructor y destruye la construcción piedra a
piedra, analiza la estructura y la deshace. Esto se corresponde a menudo con la
verdad. Se observa un sistema platónico-hegeliano, se analiza cómo está
construido, qué clave musical o que ángulo musical sostienen al edificio, y
entonces uno se libera de la autoridad del sistema... Sin embargo, creo que ésta
no es la esencia de la deconstrucción. No es simplemente la técnica de un
arquitecto que sabe cómo deconstruir lo que se ha construido, sino que es una
investigación que atañe a la propia técnica, a la autoridad de la metáfora
arquitectónica y, por lo tanto, deconstituye
su personal retórica arquitectónica.
La
deconstrucción no es sólo -como su nombre parecería indicar- la técnica de
una «construcción trastocada», puesto que es capaz de concebir, por sí
misma, la idea de construcción. Se podría decir que no hay nada más arquitectónico
y al mismo tiempo nada menos arquitectónico que la deconstrucción. El
pensamiento arquitectónico sólo puede ser deconstructivo en este sentido: como
intento de percibir aquello que establece la autoridad de la concatenación
arquitectónica en la filosofía.
En
este punto podemos volver a lo que vincula la deconstrucción a la escritura: su
espacialidad, el pensamiento del camino, de esa apertura de una senda que va
inscribiendo sus rastros sin saber a dónde llevará. Visto así, puede
afirmarse que abrir un camino es una escritura que no puede atribuirse ni al
hombre ni a Dios ni al animal, ya que remite a un sentido muy amplio que excede
al de esta clasificación: hombre / Dios / animal. Tal escritura es en verdad
laberíntica, pues carece de inicio y de fin. Se está siempre en camino. La
oposición entre tiempo y espacio, entre el tiempo del discurso y el espacio de
un templo o el de una casa carece de sentido. Se vive en la escritura...
Escribir es un modo de habitar.
Me
gustaría mencionar la forma de escribir del arquitecto. Desde la creación de
la proyección ortogonal, planta, alzado y sección se han vuelto medios de
representación básicos de la arquitectura, y transmiten a su vez los
principios que la definen. En los planos de Palladio, Bramante o Scamozzi se
puede leer el paso de una concepción del mundo teocéntrica a una concepción
antropocéntrica; la forma en cruz se abre en cuadrados y rectángulos platónicos,
para, finalmente, disgregarse por completo. La modernidad, por su lado, se
distingue por criticar esta actitud humanística. La Maison Dom-ino de Le
Corbusier es paradigmática al respecto: un tipo de construcción hecha mediante
elementos prismáticos, de techos planos y grandes ventanales, articulado de un
modo racional y carente de ornamentos. Una arquitectura, pues, que no representa
ya al hombre, que en sí misma -como dice Peter Eisenman- se vuelve signo
autorreferente... Pero una arquitectura que se explica por sí misma suministra
información sobre lo que le es propio. Refleja una relación básicamente nueva
entre hombre y objeto, entre casa y habitante. Una posibilidad de representar
este tipo de arquitectura es la axonometría: una guía para la lectura de un
edificio que no presupone su habitabilidad. Me parece que en esta reflexión de
la arquitectura sobre la arquitectura se dibuja una crítica profunda sobre la
perspectiva del método, inclusive filosófico, y que se puede relacionar con su
deconstrucción. Si la casa, aquella que se siente como «la casa propia», se
hace accesible a la imitación e inesperadamente entra en la realidad, entonces
surge una nueva concepción del construir, no como realización sino como
condición del pensamiento. ¿Sería pensable que la concepción del mundo teocéntrica
y antropocéntrica, a la que se añade el propio «tener lugar», se
transformara en una nueva, distinta red de relaciones?
Lo
que se perfila en esta reflexión puede ser entendido como la apertura de la
arquitectura, como el inicio de una arquitectura no representativa. En este
contexto podría ser interesante recordar el hecho de que, en sus comienzos, la
arquitectura no era un arte de representación, mientras que la pintura, el
dibujo y la escultura siempre pueden imitar algo de cuya existencia se parte. Me
gustaría recordarle de nuevo a Heidegger, y sobre todo «El origen de la obra
de arte» [en Holzwege], en donde se
hace referencia al Riß (trazo,
hendidura). Es este un Riß que debe
considerarse en un sentido original, independientemente de ciertas
modificaciones como Grundriß (plano,
planta), Aufriß (alzado) o Skizze
(esquicio, boceto). En la arquitectura hay una imitación del Riß,
del grabado, la acción de hendir. Esto hay que asociarlo con la escritura.
De
aquí deriva el intento por parte de la arquitectura moderna y posmoderna de
crear una forma distinta de vida, que se aparte de las antiguas convenciones,
donde el proyecto no busque la dominación y el control de las comunicaciones,
la economía y el transporte, etc. Está surgiendo una relación completamente
nueva entre lo plano -el dibujo-, y el espacio -la arquitectura-. El problema de
dicha relación ha sido siempre central.
Para
hablar de la imposibilidad de una objetivación absoluta, vamos a ir desde el
laberinto hasta la torre de Babel. También ahí debe conquistarse el cielo en
un acto de eponimia, acto que
permanece aún indisociablemente ligado a la lengua materna. Una estirpe, los
semitas, cuyo nombre significa un nombre
-una estirpe, pues, que se llama un nombre [Sem, su epónimo]-, quiere construir
una torre para alcanzar el cielo, para -así está escrito- «lograr un nombre».
Esta conquista del cielo, ese logro de un punto de observación [rosh: cabeza, jefe, inicio] significa darse un nombre; y con esta
grandeza, la grandezas el nombre, de la superioridad de una metalengua, pretende
dominar a las restantes estirpes, a las otras lenguas: colonizarlas. Pero Dios
desciende del cielo y desbarata esta empresa pronunciando una palabra: Babel. Y
dicha palabra es un nombre propio similar a una voz que significa confusión [de
balal, confundir]; y con ella condena
a los hombres a la multiplicidad de lenguas. Ellos deben renunciar a un proyecto
de dominio mediante una lengua universal.
El
hecho de que esa intervención en la arquitectura, en una construcción -y ello
supone también en una deconstrucción-
represente el fracaso o la limitación impuesta en un lenguaje universal para
desbaratar el plan de un dominio político y lingüístico del mundo, nos
informa entre otras cosas de la imposibilidad para dominar la multiplicidad de
los lenguajes. Es imposible la existencia de una traducción universal. También
significa que la construcción en arquitectura siempre será laberíntica. No se
trata de renunciar a un punto de vista en favor de otro, que sería el único y
absoluto, sino de considerar la multiplicidad de posibles puntos de vista.
Si
la torre de Babel se hubiera concluido, no existiría la arquitectura. Sólo la
imposibilidad de terminarla hizo posible que la arquitectura así como otros
muchos lenguajes tengan una historia. Esta historia debe entenderse siempre con
relación a un ser divino que es finito. Quizá una de las características de
la corriente posmoderna sea tener en cuenta este fracaso. Si el movimiento moderno se distingue por el esfuerzo para
conseguir el control absoluto, el movimiento posmoderno podría ser la realización
o la experiencia de su final, el fin del proyecto de dominación. Entonces el
movimiento posmoderno podría desarrollar una nueva relación con lo divino, que
ya no se manifestaría en las formas tradicionales de las deidades griegas,
cristianas u otras, sino que indicaría aún las condiciones para el pensamiento
arquitectónico. Quizá el pensamiento arquitectónico no exista; pero si
tuviera que haber uno, sólo se podría expresar con las dimensiones de lo
elevado, lo supremo y lo sublime. Vista así, la arquitectura no es una cuestión
de espacio, sino una experiencia de lo supremo que no sería superior sino, en
cierto modo, más antigua que el espacio y, por tanto, es una espacialización
del tiempo.
¿Podría
concebirse esta especialización como una concepción posmoderna de un proceso
que envuelve al sujeto en su maquinaria de modo tal que no se reconoce ya en
ella? ¿Cómo puede entenderse ésta como técnica si no implica ya una
conquista, una dominación?
Todo
lo que hemos hablado hasta ahora reclama atención sobre el problema de la
doctrina, y ésta sólo puede situarse en un contexto político. Por ejemplo, ¿cómo
es posible desarrollar una nueva facultad inventiva que permita utilizar al
arquitecto las posibilidades de la nueva tecnología sin, por ello, aspirar a
una uniformidad, sin pretender desarrollar modelos para todo el mundo?, ¿cómo
es posible una capacidad de invención de la diferencia arquitectónica, esto
es, que se pueda generar un tipo nuevo de multiplicidad, con otros límites, con
distintas heterogeneidades, sin reducirse a una técnica planificadora?
En
el Collége International de Philosophie
se ha constituido un seminario en el que trabajamos conjuntamente filósofos y
arquitectos, ya que parece evidente que su programación debe ser también una
empresa arquitectónica. El Collége
no puede encontrar su sitio si no encuentra un lugar, una forma arquitectónica
adecuada a lo que quiera ser pensado. El Collége
debe ser habitable de tal modo que le distinga sustancialmente de la
Universidad. Hasta ahora no existe ningún edificio para el Collége. Se toma un espacio de aquí, una sala de allá; pero, como
arquitectura, el Collége no existe aún
y quizá no exista nunca. Existe un deseo
informe de otras formas. El deseo de un lugar nuevo, de unas galerías, unos
corredores, de un nuevo modo de habitar, de pensar.
Esto es una promesa. Y si he dicho que el Collége no existe aún como arquitectura, ello significa que quizá no exista aún la comunidad necesaria para lograrla, y que por tal motivo no se establece el lugar. Una comunidad debe asumir la promesa y empeñarse hasta lograr un pensamiento arquitectónico. Se dibuja una relación nueva entre lo singular y lo múltiple, entre el original y la copia. Pensemos, por ejemplo, en China y en Japón donde los templos se construyen con madera, y se ven renovados por completo periódicamente sin que la originalidad se pierda, ya que no se mantiene por su corporeidad sensible sino por algo muy diferente. Esto también es Babel: la multiplicidad de las relaciones con el hecho arquitectónico entre una cultura y otra. Saber que hay lugar para una promesa, aunque luego no surja en su forma visible. Lugares en los que el deseo pueda reconocerse a sí mismo, en los cuales pueda habitar.