Teoría I
El
problema filosófico de la arquitectura contemporánea.
Javier Ruiz
de la Presa
Introducción.
La arquitectura contemporánea
como todo lo que crea el hombre hoy en día es plural. No hay en esto nada de
extraordinario. Pero sucede que no hay acuerdo en cuanto a los principios o criterios
de la arquitectura. Y eso es un tanto más serio.
Lo curioso del asunto es que la
filosofía ha jugado un papel importante en esta discordia. Los arquitectos más
célebres de este siglo se han apoyado, explícitamente, en puntos de vista
filosóficos para hacer teoría de la
arquitectura.
Hay en ello algo novedoso. Y no tanto por el lado de la filosofía sino
por el de la arquitectura. La filosofía de la arquitectura ha sido cultivada
con particular empeño, como una parte de la estética desde que Baumgartner le
dio a esta disciplina un carácter independiente. Pero ya antes, con los diez
libros de la Arquitectura de Vitruvio, la conexión entre filosofía y
arquitectura se hizo totalmente manifiesta, al margen de que Vitruvio, como
quieren algunos[i], fuese o no un arquitecto
mediocre. Poco importa al caso que el primer teórico de la arquitectura no haya
legado a la posteridad una obra arquitectónica perdurable.
El hecho es que hoy en día son los arquitectos mismos y no sólo los filósofos
quienes insisten en la conexión de ambas disciplinas. Y por tanto, la filosofía
de la arquitectura es todo menos una abstracción que quiera reglamentar (como
suelen decir los detractores de la filosofía) los asuntos del prójimo.
El filósofo, por así decirlo, se ha visto asaltado por la agradable
sorpresa de que a los arquitectos les interesa la filosofía, cuando es él, por
lo general, quien se interesa por la arquitectura. Algo parecido sucede aquí a
lo que tuvo lugar a principios de siglo cuando Heisenberg, uno de los grandes teóricos
de la física contemporánea, comprendió la necesidad de introducir la reflexión
filosófica en las ciencias exactas porque su objeto mismo lo exigía.
De este modo, el filósofo, que por naturaleza tiende a la ‘dispersión’,
dado su amor por los panoramas, por la visión en escorzo, como dirían los
arquitectos, se ve, inesperadamente, promovido a la categoría de autoridad.
Se recupera, casi sin advertirlo, la vieja visión medieval para la cual
la filosofía era un “saber ordenador”, pues su ocupación consistía,
precisamente, en establecer un “ordo essendi”, un orden de importancias.
Y a lo que parece, no otra cosa que un criterio de importancia, es lo que
busca hoy la arquitectura en la filosofía. Por lo que entiendo -como
filosofante que se acerca a la arquitectura con los ojos fasciados de un
curioso- los arquitectos se hacen ahora una pregunta típicamente filosófica:
¿cuáles son los principios de la arquitectura? ¿Qué es, formalmente,
la obra arquitectónica? ¿Cuál es la relación entre función, forma y
estructura dentro de ella? ¿Cómo, en definitiva, orientarse en la
heterogeneidad arquitectónica del mundo contemporáneo? ¿A qué debe aspirar
el arquitecto: a la utilidad, a la belleza, a la funcionalidad?... ¿son éstos
términos mutuamente excluyentes? Por ejemplo: ¿la funcionalidad excluye la
belleza o, acaso la existencia de un modelo universal que sea aplicable a
cualquier contexto geográfico o histórico?
En este tipo de preguntas se
puede proceder de dos modos distintos: 1. Analizando el criterio que han seguido
los representantes más destacados de cada tendencia y dejando al lector la
tarea de formarse una opinión propia sobre qué modelo aventaja a los otros o
acerca de por qué (dado el caso) todos los modelos son igualmente legítimos,
veraces.... Pero 2. Otra posibilidad sería tomar en cuenta cada uno de los
modelos de un modo crítico: mostrando sus prerrogativas, privilegios y -de
haberlas- sus inconsecuencias.
La segunda posibilidad es más arriesgada pero también más propiamente
filosófica, dado que no se hace filosofia de la arquitectura con el único fin
de exponer las diversas opiniones, sino, precisamente, para departir sobre
ellas, clarificar sus fines e integrarlas.
Si la filosofía no es integradora –y esto vale de modo particular para las
posturas más opuestas- no vale gran cosa. Porque si algo sobra en este mundo
son las opiniones, y filosofar es algo más que contribuir a la cháchara, al
gesto trival de quien apunta una impresión personal mientras sorbe un trago de
café, junto a los amigos, igualmente dispuestos a reconocer que nada
trascendente puede provenir de la inspiracion surgida de un buen puro o un buen
cigarrillo (sin que ello, vale decir, reste placer a lo uno o a lo otro).
¿Cómo plantear, entonces, los problemas? ¿Dónde está nuestro hilo de
Ariadna para orientarnos en el complejísimo mundo de la arquitectura? Por lo
pronto, podemos proceder, al modo de nuestros filólogos, que siguiendo el
ejemplo de Vico y de Nietzsche, se internan primero en el problema del lenguaje,
analizando el origen mismo de la palabra arquitectura, el sentido como se empleaba antiguamente y el modo
como converge o diverge del empleado hoy en día. Acaso una consideración tan
simple como ésta, nos permita, en seguida, elaborar un orden de exposición y
crítica de lo que son, hoy, las diversas tendencias en arquitectura.
De modo que, lo que intentamos hacer es, en el fondo, considerar cada una
de las tendencias actuales como fragmentos de un cuadro más amplio en que cada
uno constituye una parte legítima vinculada a otras igualmente legítimas y
colindantes.
a)
La
arquitectura; su sentido etimológico.
Jacques Derridá tuvo el acierto de recuperar[ii]
el sentido griego de la palabra. Aunque también -hay que decirlo- tuvo el
desacierto de haberlo hecho con un propósito puramente crítico. Jacques Derridá
se acerca a la Arquitectura, como un consumado ‘maestro de la sospecha’,
temiendo, desde el principio, que haya en todo ello cierta impostura.
Yo preferiría limitarme a consignar los orígenes de la palabra,
haciendo abstracción de toda sospecha o lo que es mejor, dándome el lujo de
sospechar cierta paranoia en los maestros de la sospecha. Y lo que más llama la
atención en una primera aproximación, es el hecho de que la arquitectura no
tiene que ver originariamente con el lugar, el espacio habitable o la construcción.
A lo que parece, el primero en valerse de esta palabra es Aristóteles, quien
después de haber proclamado que ciertas artes están subordinadas a otras de
acuerdo con la relación de medios a fines -por ejemplo, el arte de equipar los
caballos está subordinado al arte de la hípica en general- indica que los
fines de las artes principales -ta twn arcitektonikon- deben ser preferidos a todos los fines subordinados[iii].
A las artes principales el filósofo les da el nombre de oi arcitektonikoi,
palabra compuesta, que viene a significar algo parecido a nuestra moderna
“piedra” (tekton) angular o principial (arcwn). La clef de voûte[iv],
diría un francés. Un poco después, como observa Ferrater:
“[Aristóteles]
usa el términno arcitektonikh,
al decir que el bien parece pertenecer al arte principal y verdaderamene maestro
o arquitectónico, malista
arcitektonikhV. El
mismo término es usado [posteriormente][v] al indicar que conviene que
haya un saber organizador o arquitectónico, tanto del saber práctico como del
filosófico y, al señalar que, en lo que toca a la Ciudad, la legislación
desempeña un papel directivo. Relacionado con estos conceptos, finalmente[vi]
habla del filósofo de la ciencia política como arquitecto del fin, tou
telouV arcitektwn, por
el cual una cosa es llamada buena o mala de modo absoluto y no sólo relativo”[vii].
Según Aristóteles, pues, la
arquitectura es a) un arte al cual están subordinadas otras artes; b) un saber
organizado; c) un saber vinculado a la ciudad
(es decir, a la vida política) en cuanto es capaz de desempeñar un
papel directivo; d) implica, además, una identificación entre el filósofo y
el arquitecto[viii].
Nótese que lo que para nosotros
serían dos géneros absolutamente distintos (arquitectura y política), para
Aristóteles son, por el contrario, dos aspectos de un mismo problema que
involucra la totalidad de la ciudad (hay una unidad profunda entre la poliV
y la episthmh arcitektonikh).
Por este motivo, la arquitectura no tiene que ver tanto con la casa (esto será
objeto de la economía, vocablo
procedente de eikoV,
casa), cuanto con el conjunto urbano; ni solamente con la construcción (el
edificio o la vivienda) sino con el conjunto de los bienes que el legislador ha
de procurar para la ciudad (y por extensión, para cada individuo). Se trata,
pues, de una visión abarcadora que incluye en la arquitectura todo aquello que
facilite la convivencia, la vida citadina como forma de paideia
(cultura). Casi se podría apostrofar a modo de lema arquitectónico: “Dime cómo
es tu ciudad, y te diré quién eres”. “Dime cómo está pensada tu ciudad y
te diré cómo es tu casa, tu vivienda y los bienes que más aprecias”. Si
estos “lemas” tienen, al menos, unos cuantos gramos de verdad, es claro que
la obra arquitectónica expresa algo de la intimidad del hombre que la crea. Aquí
valdría lo dicho por Nicolai Hartmann en su Estética:
“en
última instancia, la peculiaridad de una estirpe humana y su forma de vida no
se caracterizan tan certeramente por nada como
por lo que corresponde a su vista cotidiana...aún la casa más sencilla se
relaciona con la comunidad familiar más estrecha, al modo del vestido con la
personalidad: como expresión de su concepción de sí misma y como
autoconfiguración consciente”[ix].
Si esto es verdad, la
arquitectura es algo así como la intimidad a flor de piel. Son nuestras
aspiraciones desentrañadas y plasmadas en la exterioridad a fin de que la
piedra inerte se revista de vida interior. La arquitectura –y este es un hecho
irremediable- expresa al hombre, lo expone, lo hace visible en aquello que más
celosamente se guarda para sí: su vida interior[x].
Sysmonds lo describió de modo formidable:
“La
arquitectura, más que casi todas las demás artes, está indisolublemente atada
a la vida, al carácter, al estado moral de una nación y de una época”[xi].
Desde esta consideración podríamos
anticipar “nuestra” tesis principal: tomar en cuenta todos los órdenes de
la vida nos obliga a considerar diversos órdenes de valores: lo útil, lo
bello, lo verdadero... La arquitectura, según esta perspectiva, no puede
prescindir de ningún orden de valor sin perder al mismo tiempo uno de sus
rasgos esenciales[xii].
b)
Aproximación
filosófica a la arquitectura contemporánea.
De tener razón Aristóteles,
quien más se aproxima hoy a la noción originaria de arquitectura, dentro de la
filosofía, es Martin Heidegger. En el extremo opuesto, como uno de sus críticos
e interlocutores, aparece Jacques Derrida, y ocupando un puesto medio entre
ambos, Giani Vattimo. Hay, naturalmente, otras posturas, pero por motivos de
tiempo (o de “espacio de tiempo”, por usar una metáfora arquitectónica) me
ocuparé tan solo, de los dos primeros autores[xiii],
dejando para otra ocasión, un análisis detallado de las tesis de Vattimo[xiv].
Veamos, pues, el primero de ellos:
a)
Martín Heidegger.
Heidegger pronunció en el ámbito
del “Segundo coloquio de Darmstadt” sobre “El hombre y el espacio” (5 de
gosto de 1951), una conferencia titulada Construir,
habitar, pensar[xv],
que sería publicada posteriormente en el libro titulado “Ensayos y
Conferencias”[xvi]. Vale decir que su
influjo en la arquitectura ha sido notable, a partir de los años 60, en
arquitectos alemanes, brasileiros e italianos. Este opúsculo, está escrito por
el Heidegger maduro, el de la Kehre,
la vuelta o giro hacia la experiencia poética (indiscernible dela ontológica).
Por lo pronto, el filósofo escribe:
“Habitar
y construir están uno y otro en la relación de fin y de medio”[xvii].
Pero esto, la relación de medio
y fin es un tanto imperfecta; más adecuado sería decir que construir es ya, una forma de habitar. Esto es verdad a causa del
“ser del producir”: solemos entender el “producir” (Hervorbringen) como una actividad cuyas operaciones son seguidas por
un resultado. Pero el ser del producir
es otra cosa distinta: consiste, y Heidegger lo dice así, con un lenguaje
abrupto, casi telegráfico, en ‘un conducir y colocar delante’ (Ein
vorbringen..., das Vorbringt)[xviii].
¿A qué se refiere? ¿Qué es lo que –de modo muy poco poético- ‘se pone
delante’? Por lo pronto, aquello que al construir se anticipa como posible
ingrediente de la casa habitable. Es decir: sus funciones, sus usos, sus partes.
Pero no se trata sólo, de lo
que hoy llamaríamos una “arquitectura funcional”. Heidegger, por decirlo en
el lenguaje de Umberto Eco, distingue entre la función
utilitaria de la arquitectura y la función
simbólica. Hay muchas cosas en casa que no tienen carácter productivo: la
privacidad, el rincón acogedor, el lugar vital, el espacio de recogimiento, el
espacio familiar y el espacio sagrado... En cierta forma la casa es un lugar de
encuentro: el de la vida humana con la tierra, el cielo y los demás mortales.
Todo en casa habla este cuádruple
lenguaje: la casa es el enclave donde dispongo de los frutos de la tierra y, al
mismo tiempo, el lugar donde me resguardo de ella. Pero la casa también me hace
sentir la presencia de la familia, la de Dios y la de mi propia soledad
confrontada con el lenguaje de su forma, pues toda forma es un significante. La
casa dice, induce, parece un ser viviente. A este conjunto Heidegger le
llama “cuadripartito”. Según el filósofo:
“Las
construcciones son cosas que a su manera conduce el “cuadripartito”: salvar
la tierra, acoger el cielo, conducir a los mortales; esta cuádruple dirección
es el ser simple de la habitación”[xix].
Heidegger pone el ejemplo de su
propia casita en la Selva negra: es
sin duda, la obra de un artesano. Pero no un artesano cualquiera, sino aquél
que ha tenido contacto con la tierra y las necesidades de casa. Aquél que de
algún modo sabe que habitar es “el trazo fundamental del ser”. El que
construye conoce las inclemencias del invierno no menos que la reciedumbre del
sol del verano. Imagina a la familia reunida cerca de la fogata en las heladas
que azotan la buena tierra. Concibe la secreta urgencia de intimidad de los
padres, y no olvida la soledad de los viejos que requieren de un remanso de
flores vírgenes. Este construir del artesano, no sería posible sin un cuadro
completo de lo que significa la vida familiar. Y en la medida en que es
completo, en esa medida es un poder:
“es
este poder que ha colocado a la casa en el flanco de la montaña, al abrigo del
viento y de cara al mediodía y cerca del río. Le ha dado techo de teja
saliente que soporta las cargas de nieve con la inclinación conveniente y que,
descendiendo más abajo, protege los recintos contra las tempestades de las
largas noches de invierno”. [El constructor] No ha olvidado “el rinconcito
del Señor Dios” detrás del comedor. Ha pensado, para los recintos, en los
lugares santificados, los del nacimiento y los del ‘árbol de la muerte’, y
así para las diferentes edades de la vida ha prefigurado la huella de su paso a
través del tiempo. Un oficio, él mismo nacido del habitar, y que se sirve aún
de sus útiles y herramientas como de cosas, ha construido el recinto”[xx].
A la vista de este comentario,
es fácil pensar, que la descripción de Heidegger a fuerza de poética se torna
irreal. No todos los mortales tieen una pequeña casa de madera en medio del
bosque. Y no tiene nada de poético vivir en las ciudades. ¿Qué vale la
descripción poética de la casa, en medio del ajetreo diario, el llanto de los niños, la cólera de un padre que ha pasado
un mal día de trabajo, y el ruido de los camiones que infestan la casa de humo?
Frente a este tipo de interrogaciones, brutales y simples, Heidegger se limitaría
a advertir que los mortales habitan en la medida que acogen el cielo como cielo,
la tierra como tierra: habitar es acoger
las bendiciones y, en no menor medida, los rigores. En ello ha de pensar
quien construye la casa, pues del modo
como él mismo habita, de ese modo proyecta la obra. Por ello:
“Es
solo cuando podemos habitar que podemos construir”[xxi].
Y dato curioso, en alemán Bauen
no solo significa construir sino también cultivar.
La casa, según esto, es el lugar donde se cultiva el alma. Para bien o para
mal, desde ella cobran forman nuestros gustos y disgustos, nuestros hábitos y
aversiones. Nuestras pasiones e indiferencias.
Bajo esta perspectiva, no sería
indiferente para el morador, la biografía de aquél que construye su casa; su
vida íntima, su atemperamiento o modo de ajustarse a la experiencia de la vida.
Su uso del espacio en lo cotidiano. En todo ello trasluce el cultivo paciente (o
el impaciente descuido) de muchos años de vida.
Imaginen -sin mucho esfuerzo,
dado que es un lugar común- a un constructor de unidades habitacionales
semejantes a cárceles[xxii]
de libre tránsito (muros aplastantes, espacios hiperreducidos, supresión de
las divisiones funcionales); esto es fácil de imaginar, pues un espacio pequeño
además de pequeño puede ser sofocante con el debido descuido: es muy posible
que este hombre al que he aludido no haya tenido nunca la noción de un
“espacio consagrado”; es muy posible, también, que
ignore las diferencias simbólicas y que se limite a las estrictamente
funcionales. Es muy posible que no comprenda, que se quede de hito en hito
si alguna vez alguien le dice que la forma
de la casa adquiere vida propia y que, con frecuencia, es esta vida y no la
función la que su habitante experimenta y lleva en la sangre, en su modo de
mirar la vida. Todo esto debe resultarle gracioso y acaso ingenuo. No puede
hacer cosas bellas con materiales simples y limitados, acaso porque no tiene ya
sentido de las cosas grandes y en consecuencia encuentra absurda la idea misma
de que “No hay arquitectura más excelsa que la basada en la simplicidad”[xxiii].
Acaso, las cosas bellas semejan
en su alma los delirios de los viejos, sus distorsionadas evocaciones de tiempos
pasados. Probablemente, por tanto, nuestro hombre se enfrasque en disquisiciones
como ésta: “lo importante es la funcionalidad, la economía de medios y
materiales. La belleza no importa, es prescindible por motivos económicos”
-como si misteriosamente, la belleza estuviese vinculada, por necesidad, a un
alza en los precios-. También ignorará, sistemáticamente que: “El edificio
que se acomoda ciudadosamente a su objeto, vendrá a ser bello aunque nadie haya
pretendido con él la belleza”[xxiv].
Ante tales prejuicios no nos vendría mal recordar una anécdota de Heine:
“Cuando
hace poco me paré con un amigo en la catedral de Amiens, me preguntó por qué
no construíamos ya monmentos semejantes; a lo cual contesté: ‘Querido
Alfonso, los hombres de aquellos tiempos tenían convicciones; nosotros los
modernos, no tenemos más que opiniones, y para elevar una catedral gótica se
necesita algo más que una opinión”[xxv].
En cierto modo todos llevamos en
el alma esta actitud tecnicista, instrumental, que no se ocupa de la belleza por
parecerle vano sentimentalismo o ñoño recurso del alma femenina. Es un rasgo
de la cultura posmoderna. Y lo único que podemos hacer para superarlo -por lo
pronto- es reconocerlo. Lo demás supone el esfuerzo de contrariar nuestra
tendencia habitual a desacreditar la vieja sabiduría: la de nuestros padres,
abuelos y bisabuelos (más crédulos con sus padres que nosotros con los
nuestros).
En cierto modo, la filosofía de
Heidegger nos pone en el dilema de volver los ojos, de nuevo, a la vieja tradición.
Aprender que la técnica no resuelve por sí misma el problema básico de la
arquitectura: hacer que un lugar sea
habitable. Esta es, al mismo tiempo, la paradoja del hombre posmoderno:
no le interesan los lugares habitables porque cree que “habitar significa
solamente que ocupamos un espacio”. Pero como escribe Heidegger:
“A
decir verdad, en la crisis presente de la vivienda, ya resulta alhagüeño y
satisfactorio ocupar uno [Un espacio]. Las construcciones para uso de vivienda
suministran sin duda un alojamiento; hoy incluso, las viviendas pueden
adquirirse en buenas condiciones, facilitar la vida práctica, ser de un precio
accesible, abiertas al aire, a la luz y al sol, pero ¿tienen en sí mismas modo
de garantizarnos que tenga lugar una habitación
[es decir, el acto auténticamente humano de habitar]?”[xxvi].
Es muy posible que lo que
sugiere Heidegger en este texto sea más que un simple juego de palabras. Acaso
sea necesario, para verlo así, seguir un viejo consejo de Platón. Ya en su
vejez, Platon escribió de modo sentencioso, como corrresponde a quien ha
sufrido muchos desengaños: “cultiva, cuando aún eres jóven, esto que el
vulgo llama palabrería vana y sutil, de lo contrario la verdad se te escapará
de las manos”[xxvii].
Es un buen comienzo que estas palabras no retumben en nuestros oídos como la
monserga de una mala homilía, hecho decididamente cotidiano.
b) Jacques Derrida.
Derrida se inscribe en el
proyecto nietzscheano de “desmontar” toda una tradición filosófica y estética.
Según su punto de vista constituye una ficción suponer la existencia de una
realidad trascendente, objetiva que puede ser conocida. La verdad filosófica o
científica es un modo de error. Como observa Robert Mugerauer:
“El
arte basta por sí solo para retener y afianzar el poder que deseamos de
desplegarnos por nosotros mismos, liberándonos simultáneamente de la tiranía
de las decepciones de la objetividad. Por lo tanto, la arquitectura, como una
incorporación de voluntad y significado, puede funcionar tanto para evitar el
error de postular valores como el de prescribir por sí misma el ambiente que
aumenta nuestro poder y satisfacción. Por ejemplo, los gestos arquitectónicos
de Peter Eisenman, Coop Himelblau, Emilio Ambasz y I. M. Pei son posmodernos y
radicales, precisamente porque deconstruyen las asumpciones ingenuas acerca de
los edificios y la realidad”[xxviii].
Nótese la radicalidad de esta
postura: la tradición, a diferencia de Heidegger, carece aquí, de valor
(salvo, por el hecho de que, según Derrida, reconocer que la cultura es ficción
no nos obliga a abandonar cualquier forma de ficción)[xxix].
Nuestros conceptos no son más que estrategias que nos permiten asumir “que”
y actuar “como si” el mundo fuese inteligible.
De acuerdo a Derrida, no hay un
solo instante en que algo nos sea dado como es en sí, como una identidad totalmente autopresente. Siempre hay una
ausencia o diferencia (differance) en
el corazón de la realidad misma. Pensamos la realidad a partir de pares
primarios que nos parecen naturales a fuerza de uso y costumbre. Confundimos la
convención con la naturaleza y ‘la cosa misma’ siempre se nos escapa. Al
interpretar las cosas privilegiamos un sentido por encima de otros posibles y,
de este modo, instauramos la represión
en todos los ámbitos de la cultura (se impone un sentido dominante y todo otro sentido es descalificado o
subordinado). El lenguaje no es un espejo de la realidad, sino mero ensayo,
simple esbozo de interpretación. La cultura, por sí misma, es una postura, sin
base y, sin embargo, es una vergüenza
inevitable: no hay alternativa.
Lo único que nos permite este
reconocimiento es el ingreso al libre juego: la puesta en marcha, sin base, de
todas las relacioes diferenciadas. Nos liberamos para ingresar al libre juego de
los signos haciendo que éstos adquieran nuevos significados, alternando las díadas
de ausencia y presencia. No hay significados últimos porque todo significado no
es más que el espejo de la relación estructural del conjunto de signos a
través del cual queda referido. Y cuando sustituímos un significado por otro,
aparece una nueva diferencia, un nuevo modo en que el significado se oculta, en
parte, a sí mismo. Pese a todo, es necesario que algunos términos sean
dominantes a fin de que sobreviva una cultura. Necesitamos códigos de
respetabilidad, aún si estos se muestran con el tiempo, como consecuencia de un
error de apreciación (caso del etnocentrismo, del sexismo, del totalitarismo,
del logocentrismo...el capitalismo...). La realidad no es sino lo que rearmamos
después de desensamblar las creencias, historias y normas del pasado
tradicional. Un poco al modo de iorán cuando escribe: “El único modo de no
equivocarse es socavar certidumbre tras certidumbre”. Sólo que en este caso,
la conclusión será otra figura del tiempo, otra forma de ilusión.
Véanse las consecuencias de
esta postura para la teoría arquitectónica. Sería un error hablar de
“criterios” o “principios”: es preciso como quiere Eisenman, producir un
lugar que no es lugar, ni objeto, ni refugio y que no tiene escala de tiempo. Así,
digamos, se borran las trazas de agua en el lugar (el río, la línea costera,
el canal), las trazas de la división de tierra, etc., como es el caso del
proyecto de Long Beach). Transfiriendo
cada uno de los viejos trazados a una computadora, es posible rotar y reescalar
todas las superposiciones hasta que se acierte con la mejor combinación posible[xxx].
En cualquier caso, la tarea del
arquitecto consiste en desarrollar estrategias por las que se evitan la
reificación y concretización de un edificio como sistema de significado
convencional. Por tal motivo, si todavía fuese posible hablar de una
“pertenencia” a la realidad, esto requeriría –como observa Mugerauer-
deconstruir y sobrepasar al propio Derrida[xxxi].
Al margen de la crítica que
ello requiera (sobre todo de carácter epistemológico), hay sin duda una buena
dosis de verdad en la opinión de Derrida según la cual, el fin de la
arquitectura, no es otro que el control de los sectores de comunicación,
transporte y economía, siempre que tomemos la palabra arquitectura en el
sentido originario que Aristóteles emplea, es decir, como ciencia directiva de
la actividad política[xxxii].
En efecto, el pensamiento
moderno, como lo muestra el filosofo apelando a Descartes, se funda en una metáfora
arquitectónica: se habla por ejemplo, de los “cimientos” del conocimiento.
La idea de fundamento es inseparable de la de subordinación. Y, por lo general,
nuestro lenguaje no es más que la expresión (y hasta la justificación) de un
arreglo en el espacio y el tiempo que existe previamente. La cuestión de la
arquitectura, dice derrida textualmente “es de hecho, la del lugar, la de
tomar un lugar en el espacio. El establecimiento de un lugar que no existía
hasta entonces”.
Esto de “tomar un lugar”
puede llevar a reinventar la escritura,
a crear una multitud de lenguajes, sin que exista un plano (Rib)
principal (Grund). Es decir: sin la
existencia de eso que Heidegger llama “Grundriss”: fundamento.
Pero esto, al parecer, no nos sumerge en la arbitrariedad: cada época tiene sus
propios de deseos de innovación, deseos por una forma aún no creada que nos
lleve a superar las limitaciones de las formas anteriores[xxxiii].
Derrida pone como ejemplo el “Collége International de Philosophie”, un
proyecto en que a la fecha trabajan conjuntamente arquitectos y filósofos,
intentando cristalizar una nueva relación entre el individuo y la comunidad.
Comenta Derrida:
“Hay
que pensar en China o en Japón, por ejemplo, donde se construyen templos con
madera y se renuevan regular y enteramente sin que por ello pierdan su
originalidad, que obviamente no está contenida por un cuerpo sensible sino por
algo más. Eso también es abel: la diversidad de relaciones con el evento
arquitectónico de una cultura a otra. Saber que una promesa ha sido dada
incluso si no se mantiene en su forma visible. Lugares donde el deseo puede
reconocerse a sí mismo, donde pueda vivir”[xxxiv].
¿Es posible conciliar los dos
extremos expuestos, esto es Heidegger y Derrida? ¿Hay que elegir, para empezar,
entre lo uno y lo otro? A mi modo de ver no. Yo haría las siguientes
acotaciones:
a) Heidegger, en el ensayo que ya hemos comentado, señala con acierto que el “lugar” no es algo que preexiste a la obra arquitectónica sino más bien algo que se funda con ella. Y de idéntica manera se puede hablar de la fundación del espacio arquitectónico (la cercanía, la lejanía, la distancia, etc.) a partir del lugar. Esto significa que en Heidegger, pese a su “actitud conservadora”, la arquitectura adquiere un carácter radicalmente innovador: crea su propio mundo, exige sus propias perspectivas porque instaura nuevos modos de relación (relatio, en el sentido de las categorías) entre la obra y el sujeto que la habita.
b) El propio Heidegger reconoce que en el arte -y la arquitectura no es una excepción- los modelos (arquetipos) no son puntos de referencia permanentes: lo único permanente, es, como quiere el filósofo, el hecho de que los mortales, esperando las cosas divinas ‘les ofrecen lo inesperado; Das Unverhoffte: “Lo que ofrecen los mortales no es solo lo inesperado sino también, lo que podría de una vez, brusca, súbitamente, tomar por sorpresa y tornarse prohibido, pero que no lo hace aún y se contiene”[xxxv]. Este texto alude, al hecho de que habitar consiste en “conducir el ser propio” a fin de alcanzar una buena muerte, una muerte digna. Vivimos para dignificar nuestra muerte. Y todo aquello que contribuya a este proyecto (de modo particular la creación artística) tiene para el filósofo un valor extraordinario, dado que la arquitectura es un lenguaje -siempre renovado- que expresa lo que nunca se renueva: el ser.
c) En Derrida, a poco que se mire, también hay un sustrato permanente, en medio del insesante ir y venir de las díadas polares, las trazas, las interpretaciones, las creaciones artísticas: la aspiración a algo que no sea simplemente verdadero (fingido) sino verdaderamente verdadero. Un lenguaje no meramente estratégico; un lenguaje que realice la adequatio: que se adapte perfectamente a su objeto propio; es esto mismo lo que expresa Derrida a través de la siguiente metáfora: “la única manera de hacer como si hablara chino cuando se habla a un ciudadano chino es dirigirle la palabra en chino”. A través de esta restricción la palabra fingida da paso a la palabra sincera: hay sinceridad en la aspiración a un significado sin diferencia, es decir, en la aspiración a expresar el ser y no simplemente, uno de sus aspecto fugitivos. Pero en ambos pensadores (Heidegger y Derrida) el ser se sustrae en sus donaciones y, por tanto, se hace diferente.
d)
En la arquitectura[xxxvi],
esto significa que no existe el “fin del arte” (equiparable al tan anunciado[xxxvii]
fin de la filosofía): todo hallazgo es temporal como lo muestra la precariedad
de su uso, las modificaciones de su empleo[xxxviii].
Sin embargo, es evidente que algo sobrevive a modo de pasado aún presente: puedo intentar pensar el sentido de la obra de
arte (el Partenón griego, por
ejemplo) tal como la vieron y la interpretaron los griegos. Aun si no puedo
decir nada del pasado cuando era presente,
‘el retorno al origen siempre es posible’[xxxix].
Como observa Vincent Descombes, comentando a Derrida: “incluso si no podemos
hacer coincidir el sentido para ellos y el sentido para nosotros de la huella
para nosotros insensata, sabemos a priori
que este pasado cuando era el presente, poseía todas las propiedades del
presente: este otro es, en
consecuencia, un mismo”[xl].
Por otra parte, lo que nos enseña
la tradición no es tanto un modelo inmodificable (véase, por ejemplo, cómo la
historia del arte occidental está colmada de revoluciones: arte egipcio,
griego, románico, gótico, barroco...) sino un modo creativo de hacer frente a
la experiencia viva, la experiencia humana. A veces, la creatividad es
constructiva; otras destructiva. Aún en estos casos, pasado el tiempo, el arte
siempre le da la razón a la vida, aún si se la sustrae momentáneamente, por
razones de perspectiva o de escuela. No hay que ignorar que la arquitectura como
cualquier otro arte, tiene sus periodos de crisis: en ellos, la realidad se
empobrece, se apaga lánguidamente, antes de cobrar renovados ímpetus. En
cualquier caso, el arte se renueva para estar a la altura de los tiempos y en
tanto el viejo arte, sobrevive, por usar una metáfora de Foucault, como pasado
heroico. Y por cierto, este pasado heroico en tanto permanece, tiene la
forma de un principo, por mucho que esté condenado a convertirse en una figura
del tiempo.
Ni qué decir, por lo demás,
que si todo texto sufriese el fenómeno de la différence,
el sentido de la propia teoría de Derrida, estaría diferido. No podríamos
deconstruir la experiencia porque ello requeriría, primero, comprender la teoría.
Y acaso, en verdad, aún no lo hemos hecho, como lo demuestra la circunstancia
de que el propio Derrida se queje de incomprensión ante una palabra que para
empezar, ocupa en su obra (y en su origen) un espacio marginal. ¿Será ello señal
de que el único capaz de deconstruir no es aquél que al recrear el proceso por
el cual se constituye un sistema, en vez de delatar las ficciones recupera el
sentido prístino de las polaridades? Esta fue la apuesta de Gadamer, pero no
pretendo enfrascarlos en ella ahora. Mas queda señalada. Factum
est Dictum!
g) La pregunta por los mínimos.
A la luz de las dos posturas
anteriores (aunque existen muchas más) uno puede preguntarse hoy: ¿debe tener
un criterio la arquitectura? ¿Debe ser regionalista, universal, deconstructiva,
tradicional, estructural o de cualquiera otra especie? Más aún: ¿hay que
elegir, realmente, una especie determinada?
Ante estas cuestiones los
minimalistas reaccionaron buscando la máxima economía de medios, el recurso a
las figuras geométricas elementales: el cubo, la elipse, el rectángulo... Sin
embargo, hoy en día, el minimalismo, por lo común, nos parece insuficiente,
demasiado escaso [xli], y hasta un poco carente
de vida. ¿qué nos queda entonces? Acaso, entender los mínimos pero ya no
desde el orden geométrico sino desde el orden vital.
Una arquitectura de mínimos
habría de tomar en cuenta todas las formas del valor y el hecho de que son autónomos
entre sí: los valores útiles (por
ejemplo, la funcionalidad o aprovechamiento del espacio delimitado o habitable,
en sus tres variantes: lo util conveniente, lo útil económico –ni exceso ni
falta de materia en razón del peso que debe soportar la construcción- y lo útil
mecánico –carga, soporte de vibraciones telúricas, etc.-); los valores
vitales (comodidad, incomodidad, agradable, desagradable, etc.), los valores
lógicos (congruencia entre el proyecto arquitectónico y los recursos
disponibles), los valores estéticos
(concordancia entre material de construcción y apariencia óptico-áptica,
concordancia entre forma y función mecánico-utilitaria, concordancia entre
forma y destino utilitario-económico, concordancia entre formas exteriores y
estructuras internas, concordancia entre forma y tiempo histórico; en
definitiva, conformidad entre fines y
medios), los valores éticos (aquí
cabría recordar a Platón cuando escribe: “Llamo fea a una cosa cuando solo
atiende lo agradable y descuida lo bueno”) y los valores religiosos. La obra arquitectónica es un todo y aunque de
hecho se puede fragmentar, ello va en detrimento del habitar. La arquitectura debe aspirar a realizar el máximo en cada
uno de los órdenes de valor. Un texto de Eupalinos
o de la architectura de Paul Válery lo ilustra con claridad:
“Dime
–dice Fedro a Sócrates- ya que eres tan sensible a los efectos de la
arquitectura, ¿no has observado al pasearte por esta ciudad que entre los
edificios que la constituyen algunos son mudos,
otros hablan; y en fin, otros, los más
raros, cantan? No es su destino, ni
siquiera su forma general lo que los anima o lo que los reduce al silencio.
Obedece al talento de su constructor o bien a favor de las Musas. –Ahora que
me lo haces notar lo comprendo –agrega Sócrates. –Los edificios –prosigue
Fedro- que no hablan ni cantan no merecen sino desdén, son cosa muerta, jerárquicamente
son inferiores a esos montones de piedras que vuelcan los carros de los
contratistas y que, al menos divierten al ojo sagaz, por el orden accidental que
adquieren al caer. En cuanto a los monumentos que solamente hablan, si hablan
con claridad, los estimo. Aquí, dicen, se reúnen los mercaderes... Aquí
deliberan los jueces. Aquí gimen los cautivos... Esos pórticos de mercaderes,
esos tribunales y esas cárceles, hablan con el lenguaje más claro cuando sus
constructores los han realizado con la habilidad necesaria”[xlii].
¿Cuántas de nuestras modernas obras de arquitectura no semejan al orden por azar de que habla el Fedro de Valery? Quede esto como tema de nuestras discusiones ulteriores. Pero bien puede ser que, así como la filosofía tiene también sus vicarios y fariseos (Bergson), la arquitectura tenga sus técnicos y constructores...
Javier
Ruiz de la Presa.
[i] Así pensaba el arquitecto Julian Guadet a fines de siglo pasado, cuando escribió: “Vitruvio escritor sin duda mediocre y arquitecto probablemente también mediocre” en sus “Eléments et theorie de ‘architecture”, p. 97 (1901).
[ii] Véase, por ejemplo, su obra De la gramatología.
[iii] Véase Ética nicomáquea, I, 1, 1094 a 14.
[iv] Piedra de toque.
[v]
VI, 8, 1141b 22.
[vi]
VII 11, 1152b 2.
[vii] José Ferrater Mora: Diccionario de filosofía, Tomo I, vid: “arquitectónica”, p. 222.
[viii] Fenómeno que, curiosamente, caracteriza a la arquitectura de nuestro siglo. Tómese como ejemplo el caso de Ludwig Mies van der Rohe: influído por la lectura de Romano Guardini y sus ideas sobre estética contenidas en sus reflexiones sobre la liturgia y el símbolo sagrado. Otro tanto sucede con Betina Bo Bardi, Barragan o, en nuestra propia tierra, el Arquitecto Ignacio Díaz Morales, inspirado en el neotomismo (los ejemplos pueden multiplicarse), tal y como sucede con otro egregio arquitecto mexicano: José Villagrán García (inspirado en Maritain y en la teoría de los valores de Max Scheler).
[ix] Estética, p. 255. Unam, México, 1977.
[x] Hegel diría que la arquitectura es la forma “sensible” de la idea.
[xi]
The Provinces of the
Several Arts.
[xii] Este tema es ampliamente desarrollado por José Villagrán García. Vid.: Axiología arquitectónica en Teoría de la arquitectura del propio autor.
[xiii] Las conferencias de la Semana de Arquitectura nos permitirán abordar otras posturas: la de Nietzsche, el estructuralismo, el marximo, el paradigma estructural y minimalista, entre otras.
[xiv] Autor cuyas tesis suscribe el español Ignasi de Solá-Morales, en su libro Diferencias topográficas de la arquitectura contemporánea, Barcelona, GG, 1996.
[xv]
Bauen, Wohnen, Denken.
[xvi]
Vorträge und Aufsätze.
[xvii]
Essais et conférences, p. 171.
[xviii]
Op. Cit., p. 190.
[xix]
Op. Cit., p. 191.
[xx] Ibid., p. 191-2.
[xxi] Ibid.
[xxii] Naturalmente, no todas tienen que serlo.
[xxiii]
J. Ruskin: Stones of Venice, II.
[xxiv]
G. Moller (cfr. Emerson, Conduct of
Life: Fate).
[xxv] Heine: Cartas confidenciales a Augusto Lewald sobre el teatro francés, no. 9.
[xxvi]
Op. Cit., p. 171.
[xxvii]
Sofista
443d.
[xxviii]
Theorizing a new
Agenda for Arquitecture. An anthology of architectural Theory
1965-1995, Keit Nessbit, Editor, Princeton architectural Press. Vid.: Robert
Mugeauer: Derrida and Beyond.
[xxix] En otras palabras: algunas, a causa de sus resultados, parecen más legítmas que otras; con lo cual resulta que existe en Derrida un criterio pragmático que matiza mucho el carácter escéptico o disolvente de su propia teoría.
[xxx] Aparece aquí, de un modo misterioso que Eisenman obvia explicar, un criterio de valor: hay una disposición óptima (hecho más o menos contradictorio con las asumpciones de la deconstrucción).
[xxxi]
Op. Cit., p. 196.
[xxxii] Véase Arquitecture where desire can live. Jacques Derrida interviewed by Eva meyer. Theorizing..., p. 145.
[xxxiii] Se trata, no de limitaciones “en absoluto” sino respecto de nuestras necesidades.
[xxxiv]
Op. Cit., p. 149.
[xxxv]
Op. Cit., p. 178.
[xxxvi] No quiero entrar al problema ontológico que sería demasiado complejo; me limito, por tanto, al estético.
[xxxvii] De cuño heideggeriano.
[xxxviii] Al margen de que, cosa notable, su fin sea el mismo.
[xxxix] La frase es del propio Derrida.
[xl] Lo mismo y lo otro. Cuarenta y cinco años de filosofía francesa (1933-1978), p. 189.
[xli] En el mejor de los casos, el minimalismo tal como lo practicó en México Francisco Artigas, por ejemplo, está demodée.